Se escuchan respiraciones agitadas, fuertes, entrecortadas, de ritmos variados, con una voz que exhala números ordenados en forma de conteos que ascienden sostenidos en la plenitud de un encuadre totalmente negro.
Así da comienzo la ópera prima de Felipe Gómez Aparicio; desde un marcado y estricto vacío negro dentro del cual nos cuesta respirar. Acto seguido, abre imagen para la presentación visual de su personaje; el encuadre parece observarlo encerrado en un closet completamente oscuro, metáfora más que idónea para todo lo problematizado en su protagonista a lo largo del film, quien sólo puede identificarse a contra luz a través de una silueta de un cuerpo esculpido que responde a los cánones masculinos de belleza establecidos por el arte de la Grecia antigua.
Un cuerpo hegemónico, joven, curvilíneo y viril, presentado en detalle de forma abstracta y fragmentaria; y al final un rostro, un rostro observado desde el propio reflejo que el espejo le devuelve mientras se contempla bajo el peso de una mirada exterior.
Luego, el director nos presenta a su segundo e inquietante personaje, la madre. Quien, de formas frías pero íntimas, le acerca a su hijo un licuado y le inspecciona, centímetro a centímetro, la masa muscular del cuerpo casi desnudo de David (16) tocándolo con sus manos mientras él parece sostener una inmutable pero dolorosa entereza escultural frente a ella y su clara (pero elíptica) situación de abuso sexual adolescente.
Grandes temáticas se irán desprendiendo a lo largo del relato dentro de esta familia disfuncional. Pues resulta que esta madre (Umbra Colombo) es artista plástica y decide hacer de su hijo (Mauricio Di Yorio) una obra de arte viviente; símbolo de la búsqueda de la perfección en lxs hijxs y la consecuente carga que estxs conllevan en función de la aprobación de algún día ser suficientes.
Esta dinámica toxica está representada en la fotografía donde las ausencias de luz y la estaticidad de las cosas plantean un estado anímico de depresión y padecimiento constante por parte del adolescente quien se ve imposibilitado de poder decirle que no a su propia madre.
Esta fría deshumanización del deportista en estado puro del personaje saca a relucir el concepto de hasta dónde el deporte es sinónimo de salud y pone en primera plana problemáticas del detrás del mundo del fisicoculturista, como la de violentarse los cuerpos con el uso excesivo de anabólicos para alcanzar volúmenes musculares casi imposibles, incluso en menores en desarrollo y bajo la mirada de adultxs “responsables”.
Claramente hay un erotismo latente en todo el film. David se encuentra atravesando la etapa de la adolescencia y sus compañeres de colegio, de lo único que hablan es de sexo, sexo y sexo, enunciando cometarios básicos de “si haces esto es de puto y aquello es de puto” o “¿qué preferís? cogerte a tu mamá o… bla” humoradas típicas y atrasadas que David parece escuchar sin participar ni sonreír, pues no se atreve a mover un solo musculo que pueda irrumpa la imagen “perfecta” que lxs demás esperan de él.
Toda esa presión depositada en su cuerpo sobre el “deber ser” va fagocitando la esencia del sentir del personaje, hasta que paradójicamente, la escultura colapsa y es vencida por la caída simbólica de la obra de Goliat.
¿Por qué si?
Porque El perfecto David es un film sensible, honesto, necesario y urgente que supo hablar, de forma elíptica y poética, sobre la violencia en las adolescencias sin minimizar la problemática.