La estética de El perfecto David es tan refinada y expresiva como delgada y casi anecdótica es su narrativa. Lo que se diría un triunfo del estilo sobre el contenido. Atmosférica, climática, envolvente. Aunque también redundante, bastante estática, sin ningún sobresalto, incluso cuando los necesita. Como una especie de loop que ni siquiera marea. Pero una cosa es cierta: la vuelta de tuerca del final sí funciona al resignificar casi todo lo ya visto y dar cuenta de la premisa de la película. Demasiado tarde.
David (Mauricio Di Yorio), un adonis adolescente, está obsesionado con entrenar su cuerpo, ya de por sí deslumbrante, para alcanzar el yo idealizado de un fisiculturista. Horas y horas en el gimnasio, rutinas demoledoras y esteroides conforman su vida cotidiana. Su madre, Juana (Umbra Colombo), una reconocida artista plástica, mide y estudia cada músculo de su cuerpo. Siempre exige más masa muscular, más definición, nada de imperfección. Busca, y consigue, que desarrolle proporciones físicas perfectas. Como el David de Miguel Ángel.
Pero el panorama es más complejo: la relación madre-hijo es endogámica – ¿y por qué no incestuosa?, aunque no se concrete literalmente. No parece haber mucho afecto ni registro de las necesidades del hijo por parte de la madre, pero sí parece que el hijo desea otros cuerpos masculinos. Aunque no lo pueda asumir. Aunque le produzca vergüenza. Aunque sufra. Y sí, con tanta presión, tarde o temprano todo detona.
Mauricio Di Yorio sabe transmitir todo ese sufrimiento contenido. En sus ojos medio tristones, en su mutez interrumpida por apenas algunas palabras, en su andar cabizbajo y su fragilidad emocional que es puro contraste con su cuerpo tan musculoso. Y su deseo bien escondido se revela en miradas fugaces a sus compañeros del gimnasio. Uno de ellos, en particular, le devuelve las miradas. Eso lo excita y lo pone en guardia a la vez. Por supuesto, también lo retrae.
Umbra Colombo tiene el physique du rôle adecuado para su personaje – una artista distante, de rasgos angulosos en el rostro, con una mirada intimidante, como esas personas que se llevan el mundo por delante sin importarles quienes quedan tirados en el camino. Pero su interpretación es monocorde, no tiene un solo matiz, no sorprende porque siempre mantiene un registro con la misma expresión – y dudo de que sea a propósito – y con una voz que recita las líneas del diálogo. Casi una caricatura.
Por otra parte, la estética de El perfecto David es, efectivamente, perfecta. Luces perdidas en sombras bien profundas que atrapan al dúo madre-hijo los aíslan del entorno. Contraluces suaves pero intensos, una atmósfera sombría propia de una película oscura, quizás incluso de terror. Y tiene sentido. Porque estos personajes viven en un mundo cerrado en sí mismo, no tienen un afuera que los atraiga. Juntos, casi pegados, hasta asfixiándose el uno al otro. O, para ser más preciso, una madre que asfixia al hijo y un hijo que la seduce con su cuerpo. No hay lugar para otra persona.
Y es esto lo que la fotografía – con sus cuidados encuadres, su composición tan estudiada y su puesta de luces tan elocuente – logra comunicar sin dar un paso en falso. Lo mismo ocurre con el sonido. Es el pulso que necesita esta narrativa, acompaña y hace de contrapunto a lo que pasa y lo que pasará. Nos hace sentir lo que no podemos ver. Crea un mundo propio unido, sin fisuras, al diseño visual.
Es cierto, también, que hay un aire general a cine publicitario, pero no veo por qué eso tenga que ser un problema. Es claramente una elección del director, Felipe Gómez Aparicio, quien precisamente se formó en ese terreno.
El perfecto David tiene una duración de 75 minutos, sin embargo toda la primera hora parece ser un cortometraje extendido. Va en una misma dirección, sin sorpresas. Es ahí adonde le falta fuerza a la trama. Pero, también es cierto que estos hermosos cuerpos tienen su drama propio. Y eso sí se nota muy bien.