Buscando la huella del cine clásico
La concisión del nuevo opus del director de Vikingo transforma el relato en una auténtica locomotora narrativa. Al mismo tiempo, es su película más epidérmica y los usuales desniveles actorales del reparto le juegan una mala pasada.
Campusano sigue haciendo la suya, despreocupado por el qué dirán, consciente de que sus películas a la fecha (cinco largos de ficción, un documental y algún trabajo en codirección) conforman una poética cinematográfica y una manera de mirar el mundo definidas. Recientemente presentada en el Festival de Mar del Plata, como casi todas sus creaciones previas, El Perro Molina continúa investigando universos cercanos que (casi) el resto del cine argentino ignora. Se los quiera llamar marginales o no –eso depende en gran medida del punto de vista–, los personajes que habitan sus películas tienen la marca de la realidad tatuada al lado de su pertenencia al cine; son descendientes de otros seres de la pantalla pero también –el realizador lo ha afirmado más de una vez– podrían encontrarse en alguna esquina de cualquier suburbio bonaerense. De todas formas, su último film trae algunas novedades y, como ocurre en toda búsqueda, éstas conllevan sus riesgos. El Perro Molina es su película más pulida desde el punto de vista técnico; también la más cercana en trama, ritmo y énfasis a una idea de cine de género puro.En su anterior Fantasmas de la ruta, el tema de la prostitución y la corrupción enquistada en las instituciones era un punto de partida pero también un motivo de preocupación central (de hecho, el proyecto había surgido como una miniserie acerca de la trata de personas), y los mecanismos de sometimiento y violencia de los responsables del negocio caían, lógicamente, en el estrato más bajo de la amoralidad. Aquí el tema es apenas funcional y la visión sobre quilombos, putas y fiolos está jugada al todo o nada del romanticismo fílmico. En ese sentido, el duro que interpreta el debutante Daniel Quaranta –héroe atípico o antihéroe, qué más da– es el prototípico baluarte de ciertos códigos de conducta que, se dice en varias ocasiones, está desapareciendo, un animal en extinción en un mundo donde reina la anarquía de la violencia más visceral, demencial incluso: no es casual que uno de los personajes secundarios sea un enajenado con armas y el permiso para usarlas.Hay algo del cine de un Walter Hill, y por lo tanto de western, en El Perro Molina, cualidad que ya estaba presente en films anteriores, pero nunca de forma tan evidente (a pesar de ello, Campusano niega esas referencias y filiaciones). Esa cualidad clásica, concisa, transforma el relato en una locomotora narrativa y en el film más veloz y directo en toda su filmografía. Al mismo tiempo, es su película más epidérmica, la menos compleja, y los usuales desniveles actorales del reparto le juegan aquí –a diferencia de otras ocasiones– una mala pasada, precisamente porque ese registro alejado del naturalismo choca de frente con la pertenencia a un modelo narrativo más clásico. Si en Vikingo o Fango, por caso, esa rebeldía ante el sometimiento del profesionalismo de los actores impregnaba la pantalla de realidad y realismo (que no son la misma cosa, a pesar de compartir raíz etimológica), en más de una escena de El Perro Molina los diálogos parecen prácticas recitadas del guión.Afortunadamente, Campusano encuentra en Quaranta y en Florencia Bobadilla –como la esposa de un comisario que decide convertirse en prostituta ante sus repetidas infidelidades–, como así también en Carlos Vuletich, tres intérpretes ideales para el triángulo central de su relato de killers, canas, regresos, venganzas y amores imposibles, que por momentos funciona en un nivel cercano al melodrama criminal. Y si ese costado áspero, bruto de sus películas anteriores es aquí reemplazado en parte por cierta estilización convencional en el encuadre y la iluminación, Campusano parece haber perdido poco de su olfato para encontrar historias y contarlas de la manera más directa y genuina posible.
6-EL PERRO MOLINA
Argentina, 2014..Dirección y guión: José Celestino Campusano.Fotografía: Eric Elizondo.Música: Claudio Miño.Duración: 88 minutos.Intérpretes: Daniel Quaranta, Carlos Vuletich, Damián Avila, Florencia Bobadilla, Assis Alcaráz, Ricardo Garino.