Hay momentos inolvidables en cada biografía cinéfila y uno de los míos ocurrió en marzo de 2005 durante el 20º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En ese entonces había una sección llamada Vitrina argentina que reunía una enorme cantidad de cine nacional: más de 70 películas se estrenaron ahí ese año.
La sección era inasible y, tomando un vino con Goyo Anchou en la fiesta de inauguración –era uno de los programadores junto a Diego Trerotola–, le hice la clásica pregunta que solemos hacerles en confianza a los que programan un festival: “¿Qué hay de bueno?”. Goyo tiene un gusto un poco extremo, que comparto, y no dudó: “Mirá Bosques, es un mediometraje”.
El Perro Molina (Daniel Quaranta) a punto de matar un chancho El Perro Molina (Daniel Quaranta) a punto
de matar un chancho
Pasaron casi diez años de ese momento y el cine argentino ya es otro. Pero en 2005 una película como Bosques era un OVNI: ficción con pátina de documental, actores no profesionales y escenarios naturales del conurbano profundo –el título hace referencia a la localidad del partido de Florencio Varela–, una historia de sexo y violencia y la mirada de alguien que no estaba de paseo turístico para mostrar la marginalidad, como Trapero o Caetano, sino que convivía con ella. El director era alguien llamado José Celestino Campusano.
Tres festivales después, en 2008, se estrenó en la Competencia Internacional del mismo festival Vil romance, el primer largo de ficción de Campusano, una historia trágica de pasión gay entre un tipo duro y un jovencito frágil en la localidad de Ezpeleta.
Campusano fue abonado al Festival de Mar del Plata y ahí se estrenaron todas sus otras películas: Vikingo, Fango -por la que ganó el premio al mejor director-, Fantasmas de la ruta y, en el de este año, El Perro Molina, que se estrena hoy.
Los detractores seguramente dirán que todas sus películas son iguales, los defensores decimos que toda su obra es una gran película, una especie de comedia humana suburbana con personajes que se repiten e historias parecidas: siempre hay algún tipo con códigos que cometió delitos graves en su juventud y ahora quiere redimirse, jóvenes desesperados y peligrosos, prostitutas marginales, policías corruptos y casas derruidas.
Su gran virtud es el ritmo narrativo. Campusano tiene un talento único para contar sus historias, muchas de ellas corales y con varias líneas argumentales que se entrecruzan. Hasta Fantasmas de la ruta, una película de tres horas y media, es apasionante y frenética. Y también es un experto en encontrar personajes: los no-actores son únicos, singulares y aunque frecuentemente actúan mal, su presencia es irremplazable.
En Tres D, la segunda película del cordobés adoptivo Rosendo Ruiz –en realidad es oriundo de San Juan–, Campusano hace de sí mismo y discute con una espectadora que dice que no le gustó Fango porque está mal actuada: “La mayoría de las películas de Hollywood que ves están mal actuadas y no te das cuenta”, se justifica.
Como se ve, esos diálogos por momentos melodramáticos dichos con mucha dificultad por gente real forman parte de la estética de Campusano y habría que ver si sus películas son apasionantes a pesar de las malas actuaciones o precisamente gracias a ellas.
El caso de El Perro Molina no escapa a las generales de la ley: Antonio Molina (Daniel Quaranta) es un tipo duro que estuvo preso en su juventud y ahora pretende vengar el asesinato de unos hermanos con la ayuda de un joven valiente pero inexperto (Damián Ávila); en el camino se cruza con Ibañez (Ricardo Garino), un policía corrupto que le exige que ajuste cuentas con Calavera (Carlos Vuletich), un cafishio que prostituye a Natalia (Florencia Bobadilla), la mujer de Ibañez.
El Perro Molina es un western suburbano, apenas un capítulo más en esa gran novela que está construyendo Campusano. No el mejor, quizás, pero en sintonía con toda su obra.