De traiciones y lealtades
El cine de José Celestino Campusano siempre fue visceral y de emociones fuertes. Con El Perro Molina (2014), el realizador quilmeño estiliza su forma pero no hace concesiones con el universo que ofrece desde sus primeros films.
A esta altura, José Celestino Campusano es un autor puro y duro. Dos características que bien podrían aplicarse a la violencia suburbana que transitan sus relatos, en donde pululan matones de diverso grado, traiciones varias y mucha sangre. Es el realizador argentino que consiguió una obra prolífica haciendo foco en los barrios de clase baja y media-baja al que el cine nacional no supo o no quiso reflejar. Con obras como Vil Romance (2008) o Fantasmas de la ruta (2013), Campusano ofrece un mosaico de historias que esbozan un mundo cercano, “basadas en hechos verídicos”, como él mismo se encarga de aclarar.
El Perro Molina abre otra “épica degradada”; ahora el antihéroe es Molina (Daniel Quaranta), un delincuente en plan de retiro que mantiene determinados códigos. Cuando es necesario, los explicita; sobre todo para marcar distancia y diferenciarse de los “nuevos”. Con un personaje central, la película deambula sobre una delgadísima frontera creada a partir del vínculo entre un comisario corrupto y su esposa, Natalia, quien da un portazo y comienza a prostituirse. Molina será el intermediario entre el proxeneta de Natalia (que no tardará en enamorarse de ella) y su marido; vínculo que abre una trama en donde la traición y la lealtad serán dos posibles caminos.
Como en los film anteriores, el realizador construye un universo cohesivo, en el que las consabidas falencias (las actuaciones, sobre todo) terminan configurando una poética. Campusano no le teme a torcer las variables lingüísticas hasta el límite del artificio, a componer situaciones que oscilan entre lo pueril y lo sublime, y triunfa en casi todos los casos. Ingresar a su cine es ser testigo de un universo con sus propias reglas, en donde es posible identificarse con el sufrimiento de un personaje con connotaciones negativas, al mismo tiempo que escena a escena se redobla la apuesta por la violencia.
Aquí hay dos jóvenes delincuentes, uno “mesurado” y otro a un paso de la psicosis; hay un dilema moral (traicionar o no traicionar), y una nueva incursión en el mundo de la prostitución (como en Fantasmas de la ruta). La novedad es la estilización a la que aspira Campusano; estilización que, es cierto, hace extrañar el desparpajo y la urgencia de sus primeras películas, pero demuestra que la pulsión y el nervio que tiene su cine resiste cualquier atisbo academicista.