La fascinación con un ensayo del escritor chileno Pedro Lemebel sobre un perro que no para de ladrar fue el punto de partida de esta nueva película de Ana Katz, sexto largo de su carrera y sin dudas el más radical en términos formales y narrativos. Filmado en blanco y negro y recargado de saltos en el tiempo, tiene una trama argumental dividida en lo que podrían pensarse perfectamente como pequeñas viñetas cuyo centro de gravedad es siempre Sebastián, un joven taciturno que parece un poco contrariado por la velocidad y la cadena de absurdos que dominan al mundo contemporáneo: los sinsabores del mundo del trabajo, la hipocresía corriente de los vecinos que sobreactúan una empatía que en realidad es más bien escasa, los vaivenes de las relaciones familiares y afectivas…
Está claro que el texto de Lemebel funcionó apenas como disparador para esta narrativa porosa por la que se van filtrando gradualmente otros asuntos relacionados con el contexto social de la Argentina: el despliegue de la economía informal en un país en crisis permanente, los emprendimientos cooperativos (en este caso, uno relacionado con los cultivos orgánicos) que se van forjando justamente para paliar de algún modo esa zozobra incesante, las luchas del gremio docente por los siempre insuficientes ajustes salariales e incluso el recuerdo sutil, sin ningún subrayado que hubiera lucido extemporáneo para el caso, de los resultados trágicos de la desigualdad, reflejados en los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
Pero lo que usualmente suele aparecer en un tono solemne y declamativo se va desarrollando aquí con otro temperamento: la especialidad de Katz es el humor oblicuo, ese que nace de la abulia o de algunas derivas ridículas de la vida cotidiana, el que provoca la risa incómoda porque puede interpelar e identificar de innmediato a cualquier sobreviviente de la castigada clase media nacional. A ese sello de fábrica, el que define un estilo propio y reconocible de la actriz y directora, se suman esta vez una serie de ligeras aventuras formales que alcanzan para que El perro que no calla se desmarque claramente del cine más convencional.
Más que acontecimientos -que los hay y muchos a lo largo de los 70 minutos del film-, lo que Katz captura son sensaciones, los estados emocionales que producen hechos importantes o presuntamente irrelevantes en la vida de Sebastián, interpretado con mucho aplomo por su hermano Daniel, habitual guionista que ya había asumido un pequeño papel en Mi amiga del parque, el anterior largo de Ana. El compromiso esta vez fue mucho más importante y lo resolvió con eficacia, transmitiendo muy bien la perplejidad que abruma al personaje y también sus curiosas estrategias de supervivencia, que no siempre son fallidas.
Muchas de las características personales de Sebastián son penalizadas socialmente: ¿Quién se toma en serio hoy a alguien que es capaz de resignar un empleo por cuidar a una perra? El cinismo y la crueldad fría que son moneda corriente en la exigente carrera por funcionar dentro del sistema entran en colisión con los valores de un personaje que en ese entorno tiene algo de marciano, como lo empiezan a tener la mayoría de los que lo rodean cuando imprevistamente aparece en escena una especie de virus innominado que obliga al uso de escafandras. La alegoría es obvia, automática, independientemente de que esta historia estaba escrita antes del sacudón planetario de la pandemia del coronavirus. Y los métodos para hacerle frente a ese enemigo silencioso son ridículos (las personas deben usar ese casco de astronauta o caminar agachadas), tanto como algunos de los que hoy se siguen sosteniendo a rajatabla por temor, especulación política o ignorancia.
Además de nobleza, hay una inteligencia aguda que esta película revela para abordar el continuo malestar de un presente cada vez más alejado de los sueños y las utopías sin cargar las tintas ni entregarse a la lógica del noticiero. En la modesta epopeya de Sebastián, una épica gris que no tiene puntos de contacto con las que suelen agitar los héroes más habituales de la ficción, hay contenido político. Ana Katz se conecta con la realidad con sus propias herramientas, un abordaje que contradice mandatos y lugares comunes, que establece un estatuto diferente para la radiografía social.