La directora de El juego de la silla, Una novia errante, Los Marziano, Mi amiga del parque y Sueño Florianópolis se arriesga con un film lírico y existencialista a la vez que parece haber anticipado como pocos estos tiempos de pandemia global.
Rodada de forma intermitente, durante un período de casi tres años, en blanco y negro, con el aporte de cinco diferentes directores de fotografía (Gustavo Biazzi, Guillermo “Bill” Nieto, Marcelo Lavintman, Fernando Blanc y Joaquín Neira), El perro que no calla surge como la película más arriesgada, experimental, artesanal y existencialista de los seis largometrajes concebidos hasta la fecha por Ana Katz.
La directora abandona el protagonismo femenino (la masculinidad aparecía de manera un poco más tangencial en la apuesta coral de Los Marziano) para narrar las desventuras de Sebastián (Daniel Katz, hermano y habitual colaborador de la realizadora en la vida real), un diseñador gráfico treintañero que parece ir a los tumbos, un poco a la deriva, sin ofrecer demasiadas resistencias. Un conflicto con los vecinos por los constantes ladridos de su perra Rita, otro con su jefa (Valeria Lois) que termina con un despido que tampoco parece ser demasiado ríspido, una experiencia traumática en un campo de La Pampa, un trabajo cuidando a un paciente terminal, participando en un programa de radio o en una cooperativa que comercializa verduras...
Así, a partir de viñetas de las que vamos saltando mediante constantes elipsis, seguimos la vida entre triste y absurda de nuestro particular antihéroe en una tragicomedia con algo de ese deadpan de Aki Kaurismäki, Jim Jarmusch o la ya legendaria dupla de los uruguayos Rebella y Stoll. Llegará luego el tiempo de una relación con Adela (Julieta Zylberberg), del ingreso definitivo a la adultez y a la paternidad, y un momento cumbre del film que tiene algo de visionario y anticipatorio ¿Por qué? Porque mucho antes de que el Coronavirus fuese una realidad, Katz imaginó una pandemia a escala global, con la población sometida a todo tipo de sacrificios (e inversiones en el caso de los más pudientes) para poder sobrevivir.
El resultado es una película bella y triste, lírica y angustiante a la vez, que se permite romper con algunas convenciones narrativas y adosarle tres pasajes de ilustraciones y algunas animaciones muy artesanales (cortesía de la también directora de arte Mariela Rípodas). Una mirada con cierto desencanto sobre un hombre común (y podríamos decir que hasta bastante sumiso, vulnerable y un poco frustrado) en un mundo hostil, deshumanizado. Una historia que, sin caer en la bajada de línea ni en la denuncia forzada, sintoniza como pocos con estos tiempos en los que lo apocalíptico, lamentablemente, se ha transformado en algo demasiado realista.