La sexta película de la directora de «El juego de la silla» es una curiosa y melancólica comedia dramática acerca de un joven cuya vida empieza a alterarse de formas impensadas a partir de las dificultades que provocan los ladridos de su perra.
Cualquier espectador desprevenido que se tope con EL PERRO QUE NO CALLA y vea algunos hechos que suceden promediando la película podrá pensar que Ana Katz filmó (o agregó) esas escenas luego de comenzada la pandemia. En uno de los momentos de la episódica narración de su encantador film, una suerte de extraño síndrome invade la Tierra y obliga a la gente a usar cascos para poder respirar normalmente. La imagen se parece bastante a eso que hoy llamamos realidad. Pero no, no fueron escenas convenientemente adosadas. La realizadora argentina, de modo absolutamente casual, imaginó un mundo en el que la gente tendría que moverse con algo puesto en sus cabezas para poder sobrevivir. Y dio justo en el clavo. Ya saben a quien preguntarle a qué número apostar si es que van al casino a jugar a la ruleta. Un oráculo, Katz.
EL PERRO… (perra, en realidad, Rita se llama) no es una película sobre ningún tipo de crisis sanitaria pero, a su manera, es un film sobre la incertidumbre y la imprevisibilidad de la existencia, sensaciones que se conectan muchísimo con lo que sucede actualmente. En una bella, simpática pero también triste y melancólica colección de viñetas que van dando cuenta lo que parecen ser varios años en la vida de Sebastián (Daniel Katz, hermano de la directora), la realizadora de SUEÑO FLORIANOPOLIS arranca todo como una suerte de sencilla comedia de enredos sin dar jamás a entender que eso irá tomando dimensiones, si se quiere, épicas.
Sebastián tiene un perro que ladra. Mucho. Los vecinos (Carlos Portaluppi, Susana Varela, Renzo Cozza) lo van a abordar a su casa para pedirle que haga algo con el bicho ya que no toleran (más bien sufren) escucharlo llorar y ladrar todo el tiempo y a todas horas. «La soledad de ese animal es muy angustiante», le lloriquea uno de ellos. Sin muchas opciones ya que vive solo y no puede pagar un cuidador, Sebastián –que trabaja como diseñador gráfico en una empresa– no tiene más remedio que llevárselo a su oficina algunos días. Pero, previsiblemente, allí su «comprensiva» jefa (Valeria Lois) pronto verá que es imposible convivir con el can y que no le queda otra que pedirle al chico la renuncia.
El perro dispara lo que, de ahí en adelante, será una serie de desventuras cada vez más bizarras de parte de Sebastián. La película, filmada en blanco y negro y con el aporte de algunas escenas contadas a través de dibujos, empezará a seguir a Seba a través de su paso por otros trabajos –cuidará una casa de campo donde el perro será feliz hasta que no, pasará hambre, intentará recuperar su trabajo previo pero será imposible, cuidará a un adulto con problemas de salud mental, tendrá un programa de radio y será parte de una cooperativa que cultiva, reparte y vende verduras orgánicas– y en sus intercambios con personas con las que se irá involucrando, incluyendo su madre (Lide Uranga) –una combativa docente con la que volverá a vivir un tiempo–, amigas de ella y una chica que baila raro (Julieta Zylberberg), entre otros personajes, muchos de ellos bastantes curiosos.
Y en algún punto de su camino se topará con ese extraño fenómeno de falta de oxígeno que obligará a usar cascos o, en su defecto, a andar agachados por el mundo para poder respirar, algo que solo se puede hacer cerca de la superficie. Pero esa no será la meta del relato, sino uno de los tantos episodios de esta vida que parece irse dejando llevar por las circunstancias. Dani es un chico un tanto tímido y poco expresivo que tiende a ser fácilmente empujado de un lado a otro, como si su voluntad dependiera de las circunstancias que se le presentan. Y, en ese sentido, EL PERRO QUE NO CALLA puede ser vista como la historia de alguien a quien la vida lleva por donde quiere.
Lo que empieza con ese tono ligeramente cómico que muy bien maneja la realizadora de MI AMIGA DEL PARQUE de a poco va dando paso a un clima un tanto más melancólico, un poco en función de las idas y vueltas de la vida de Sebastián pero también como reacción a la sensación de incertidumbre de la vida, de cómo pequeñas situaciones (un perro que ladra, digamos) pueden alterar nuestros caminos hasta tornarlos irreconocibles o inimaginables poco tiempo atrás. Sebastián acepta de buen modo, en general, ser empujado por las circunstancias, pero hoy la película ofrece una lectura que la torna indistinguible de la imposibilidad de hacer planes a futuro que nos presenta esto que llamamos realidad.
Con una bella banda sonora de Nicolás Villamil (joven músico fallecido en 2017 a quien está dedicada la película) y el talento de cinco diferentes directores de fotografía (evidencia de un rodaje que se fue haciendo a lo largo de mucho tiempo), EL PERRO QUE NO CALLA es una absurda, tierna y melancólica oda a la imprevisibilidad, una que incluye a la propia producción del film. La madre de Seba cuenta, al volverse a casar, que conoció a su actual marido cuando el subte en el que ambos viajaban se detuvo por largo tiempo y tuvieron que irse caminando juntos. Un perro se pierde y tiempo después otro se encuentra. Y un día, por algún extraño fenómeno, el aire se torna irrespirable y la vida deja de ser la que era. «Es normal –le dice a Sebastián su jefa–. Después te acostumbrás.»