Una comedia dramática extraña y melancólica
La nueva película de la directora de "Una novia errante" hace de lo impredecible una manera de ver, pensar y ubicarse en el mundo. Un mundo tan absurdo y pandémico como el nuestro.
Sobre el final de El perro que no calla, una enfermedad respiratoria invade este particular universo creado por la realizadora Ana Katz, obligando a sus protagonistas a moverse en cuclillas –el virus circula a una altura superior a 1,2 metros del piso– o de pie y cubiertos con cascos transparentes conectados a una mascarilla de oxígeno. Cascos caros, solo accesibles para quienes dispongan del dinero para comprarlo y con los que resulta difícil hablar y escucharse. Es tentador, casi inevitable, pensar ese giro argumental del guion coescrito por Katz y Gonzalo Delgado como consecuencia de una época que nos ha acostumbrado a escenas a priori inimaginables en el mundo moderno, con los barbijos, alcoholes y demás enseres como estrellas del último año y medio. Pero El perro que no calla fue escrita antes de marzo de 2020, por lo que esa hipótesis queda desterrada. Tampoco es que Katz tenga una bola mágica para anticipar el futuro ni que haya leído papers científicos sobre la posibilidad de una pandemia. La película, desde ya, no tiene como centro una crisis sanitaria ni nada por el estilo, sino una mucho más mundana, vinculada con los vericuetos insondables de la vida y las complejidades de abrazar certezas frente a ese escenario descocido llamado futuro.
La enfermedad funciona –al igual que en Tóxico, otra película que en 2019 podía catalogarse como ciencia ficción y hoy ya no– como un catalizador de miedos e inquietudes que transcienden una coyuntura particular. Lo hace a través de su personaje central, Sebastián (Daniel Katz, hermano de la directora), a quien en la primera escena se lo ve recibiendo los reproches de un vecino por los llantos de su perra. A ese vecino se suma otro, luego otro, y más tarde uno más, conformando una improvisada reunión de consorcio signada por la incomodidad. Una incomodad que ha permeado toda la filmografía de Katz y que aquí aparece de manera subrepticia, entre los pliegues de un relato engañosamente simple en su estructura de viñetas que describen distintas etapas de la vida de Sebastián. Queda claro que el muchacho ama a esa perra a la que nunca se la escucha emitir sonido alguno. Tanto como para, ante la imposibilidad de solucionar su conflicto vecinal, llevarla con él a la oficina donde trabaja como diseñador gráfico. La jefa (Valeria Lois) lo cita en su despacho para hacerle entender que todo bien con los animales, pero no da para que la mascota ande paseándose por entre los escritorios. Sebastián tiene que elegir: el trabajo o la perra. Es de suponer con quién se queda.
Filmada en blanco y negro, y con un par escenas descriptas a través de ilustraciones, El perro que no calla es una comedia dramática extraña y extrañada, permeada por la melancolía propia de quien, como Sebastián, no sabe muy bien hacia dónde encauzar su vida y siente que lo mejor está en otro lado. Si Katz hasta ahora había filmado crisis de diversa índole (por la maternidad en Mi amiga del parque, por la familia sanguínea en Los Marziano, por la pareja en Una novia errante) en hombres y mujeres que recubrían inseguridades con locuacidad extrema, aquí hay un treintañero silencioso arrancado de su zona de confort que, junto a su perrita, atravesará distintas desventuras, algunas bizarras y surrealistas, otras volcadas la ternura. Como cuidar una casa de campo, por ejemplo, e integrarse a una cooperativa horticultora luego de conocer a sus integrantes empujando su camioneta rota. O pegar onda en el casamiento de su madre con una chica que baila como un muñeco inflable de lavadero. O enfrentar ese extraño virus que hace desmayar a quien lo inhale. Con algunas secuencias del pasado intercaladas en un relato estructurado de manera mayormente cronológica, El perro que no calla hace de lo impredecible una manera de ver, pensar y ubicarse en el mundo. Un mundo tan absurdo y pandémico como el nuestro.