LA ILUSTRACIÓN DE LOS RETAZOS
El perro que no calla es una película hecha en diferentes momentos, en un período algo más largo que los rodajes convencionales. Los hiatos entre las partes se notan y sin conocer este dato es posible advertir esas costuras que las unen. Los retazos están delimitados por los tonos, por la fotografía y, también, por las interpretaciones. El comienzo plantea un problema casi costumbrista; unos vecinos le reclaman a Sebastián (Daniel Katz, hermano de la directora Ana) por los ladridos de su perra, Rita. Lo que parece ser una situación tensa se transforma en incomodidad para Sebastián, porque la queja inicial se transforma en angustia ya que los vecinos sienten pena por el animalito que está solo todo el día mientras su dueño trabaja. El complemento de esta primera parte se da en el espacio laboral del protagonista, cuando él es abordado por sus empleadoras para que desista de continuar llevando a su perra al trabajo, lo cual resultó ser apenas una solución primaria al problema planteado en la escena de apertura. En estos minutos de apertura la historia toma el camino de la comedia, ese género que Katz desarrolló con astucia y aguda percepción en Sueño Florianópolis. Por supuesto que las expectativas puestas en la película siguiente de un director no siempre deben cumplirse en el orden de una repetición de su obra inmediatamente anterior; así y todo resulta extraño el giro que El perro que no calla elige tomar con el golpe bajo que marca el quiebre de la historia. El recurso de completar el final de la “comedia” a partir de dibujos hechos a mano es ocurrente, al mismo tiempo resulta redundante y de un contrasentido absoluto, como si fuera un eco.
La segunda mitad de la historia tiene una marca indeleble a partir de lo sucedido en esos dibujos. Lo introspectivo y lo melancólico se dan un abrazo para determinar el destino de Sebastián, un personaje motorizado por la abulia y la necesidad. En las transiciones se evidencia una serie de problemas, como si la narración flotara sin anclarse antes de seguir una progresión. Más confuso se torna el devenir del personaje cuando lo vemos con dos looks completamente distintos en dos escenas seguidas, para que en una tercera aparezca con el mismo corte de pelo que tenía en la primera. Otra ilustración de un retazo. Hay, además, una pretensión de sintetizar una vida en un puñado de escenas: la atracción física, el vínculo sexual y afectivo, la relación de pareja, la maternidad / paternidad y el desgaste de todo lo anterior. Es tentador atribuir cierto azar en los encastres de montaje que tienen algunos momentos, por ejemplo la catarsis de una mujer que le deja a Sebastián el cuidado de un ser querido con una enfermedad progresiva e irrecuperable, en uno de los diferentes trabajos a los que debe recurrir el protagonista para sobrevivir. El blanco y negro lavado parece impregnarle, todavía más, una capa de angustia a la vida de un hombre que nunca demuestra los sentimientos pretendidos para las situaciones que padece. La composición monocorde de Daniel Katz es el mayor mérito de la película, en lo que se presenta como una vía a contramano de todo lo que lo rodea.
El fragmento de ciencia ficción es otra presentación de una premisa posible, la cual Katz desecha a los pocos minutos con una simple línea de diálogo, en contraposición a la manera de resolver los finales de las partes anteriores de la historia. Casi como una película inédita del Nuevo Cine Argentino del 2000, El perro que no calla es errática, indecisa y ambiciosa en ser todo, pero a la vez, ser partes. Una búsqueda arriesgada para una directora poseedora de una filmografía firme, un intento que no deja de ser un valor y un mérito por buscar nuevas posibilidades, modos e intereses particulares.