La cosa remite a un cuento de los hermanos Grimm y también a la palabra japonesa koi. Aunque con una vez habría sido suficiente, en más de una ocasión a lo largo de la película de Dôrrie se nos informa que la palabra koi sirve para designar “amor” pero también “pez”. Además, aparentemente hay un tipo de pez que se llama así y es con el cual comercia uno de los protagonistas. El concepto y el animalito mencionados, esquivos los dos, campean largamente en El pescador y su mujer, esta película alemana que podría ser una comedia si los vocablos alemán y comedia, al margen de compartir brevemente un disparatado sintagma de ocasión, pudieran convivir tan tranquilos en el mismo universo, no digamos ya en la misma película. La directora, que además de haber nacido en el país de Goethe sabe ser (oh, sorpresa) casi siempre ligera y cosmopolita, ha probado ya parecidos ensamblajes en los que el aliento de una comicidad remota y un híperconciente tono de fábula conforman el vehículo para que sus repetidas heroínas (sobre todo ellas) se pregunten, entre otras cosas, acerca del lugar que ocupan en el mundo. Es decir, la directora lo intenta después de todo, eso no se puede negar, y si uno no se ríe prácticamente en ningún momento, más que nada porque sus gags suelen ser de una torpeza infinita (entre otras cosas, Dôrrie nunca se destacó por la precisión al momento de encuadrar; y la marcación de actores parece tenerla sin cuidado, o por lo menos no es su fuerte), eso no es del todo obstáculo para dejarse llevar de la mano por la alegoría acerca del dinero y el poder que describe la trayectoria de la simpática pareja protagonista a la que el título no termina en verdad de hacer justicia como corresponde: ella debería ir primero, ella es la que importa
(interpretada por la extraordinaria actriz rumana Alexandra Maria Lara, que encima no puede más de tan linda), ella es una verdadera reina y el hombre resulta un pánfilo redomado cuya falta de carácter va minando la creatividad y el empuje de la mujer.
Tenemos entonces a un hombre y una mujer que se conocen trabajando en Japón (cada uno en lo suyo) y enseguida reciben un flechazo tal que al poco tiempo están casados. Grosero error, dice el espectador. La película no dice nada. O dice otra cosa. Si en Sabiduría garantizada, la comedia prometida del principio se decantaba progresivamente, en realidad bastante a despecho de la ironía implícita en su título, hacia un tono de melancolía asordinada conforme se acrecentaba el desconcierto de los dos protagonistas, en El pescador y su mujer lo que empieza con berretines de comicidad se dirige en la misma línea casi sin tropiezos hacia el amable final. Otra vez Japón, en lo que aparenta ser una verdadera obsesión para Dôrrie, parece ser la cifra clave a través de la cual sus personajes descubren un hálito ignorado acerca de sus propias vidas que se les vuelve como una revelación.
Como ya quedó establecido, el asunto involucra a los peces en extraña convivencia con una relación amorosa: como si fueran una especie de coro griego, dos pescaditos (con mucha menos gracia que las iguanas cantarinas de la última película de Herzog, hay que decirlo) comentan las andanzas de los protagonistas de vuelta en Alemania, su azaroso romance y su trabajoso empeño en progresar económicamente: el hombre se especializa en los dichosos peces, buscándolos, curándolos y vendiéndolos, y es un poco dejado. Su hogar es una casa rodante desvencijada en la que está pintada la leyenda “Doctor de peces”. Ella teje bufandas y sueña con diseñar ropa de alta costura. Al poco tiempo queda embarazada y los dos se van a vivir a una pocilga en la que no admiten niños recién nacidos. Por lo que se ve, la vida no está para risas. Él tipo consigue sin embargo colocar un pescado único en su clase que trajo de Japón y por el que le van a pagar una suma sideral. La chica, por su parte, la pega con unos diseños fabulosos con motivos japoneses. Se mudan a una casa enorme pero empiezan los problemas de pareja. Como es su inveterada costumbre, la directora se conduce de manera más bien torpe, sin un ápice de elegancia, pero esa misma tosquedad, esa falta absoluta de tacto que incluso la lleva a menudo al borde de la cursilería, constituye una parte importante e insoslayable del corazón dulce y tierno que late en su cine. Felizmente aireada, simpática como ella sola y desvergonzada en la alegre transparencia de su parábola, la película opera como luminosa antesala de la tristeza terminal que embargaría a Las flores del cerezo, la siguiente película de Dorrie.