Sabiduría garantizada para amantes
La directora de Las flores del cerezo propone una comedia romántica donde conviven ambientes y costumbres japonesas con una fábula de los hermanos Grimm, todo en un marco visual muy contemporáneo, como ha sido siempre la marca de fábrica Dörrie.
Hace ya un cuarto de siglo, desde el éxito internacional de Hombres (1985), que el cine de Doris Dörrie es uno de los más sistemáticos y eficaces productos de exportación que tiene el cine alemán. Sería injusto, sin embargo, reducir la obra de la directora alemana a una fórmula. Comedias como la propia Männer, Nadie me quiere (1994) o ¿Soy linda? (1998) lograban ser universales sin perder su identidad alemana y tenían una pronunciada mirada de género, tanto para cuestionar a los hombres como para reírse de las mujeres. Con Sabiduría garantizada (1999), que inició su “período japonés”, esa mirada se volvió quizás menos cáustica y más sentimental, como sucedía también en Las flores del cerezo (2008), pero su adscripción al budismo zen le aportó a su vez la capacidad de tratar los temas más espesos –la crisis existencial, las relaciones de pareja, la muerte– de la manera más ligera, como si Dörrie se hubiera animado a perder el miedo al ridículo. Es un poco lo que sucede con El pescador y su mujer, donde conviven ambientes y costumbres japonesas con una fábula de los hermanos Grimm, todo en un marco visual muy contemporáneo, como ha sido siempre la marca de Dörrie.
Filmada tres años antes que Las flores del cerezo (y estrenada recién ahora entre nosotros, seguramente gracias a la repercusión local que tuvo aquella película), El pescador y su mujer se abre con el diálogo de una pareja de peces, que dicen ser humanos y haber perdido su estado original por haber desaprovechado su amor. Solamente el hechizo de una nueva pareja de enamorados podría devolverlos a su forma primigenia y centran todas sus esperanzas en Ida (Alexandra Maria Lara) y Otto (Christian Ulmen). Ella quiere triunfar y hacerse un nombre como diseñadora de modas; él en cambio se conforma con ser lo que ya es, un anónimo veterinario especializado en peces. Se conocen en Japón, en un criadero de carpas, y todo parece ir viento en popa hasta que los trabajos y los días comienzan a socavar esa pasión inicial.
Si hay un mérito para atribuirle a Dörrie es que aquello que en un comienzo parece va a ser apenas una tontería monumental va ganando gradualmente algo de densidad e interés. En la tradición de las screwball comedies de Hollywood de los años ’30, que el crítico cultural Stanley Cavell definió como “comedias de re-matrimonio”, Ida y Otto tendrán que aprender no sólo a quererse sino también a conciliar proyectos, gustos e intereses. Si ella le recrimina su pereza y su falta de ambición, él a su vez se queja de su hiperactividad, sus ansias burguesas de seguridad económica y su anhelo de figuración mediática. Atravesarán varias crisis sucesivas (comentadas, ay, por esos peces que más de un espectador querría envenenar), pero Dörrie tiene el buen gusto de no castigar a sus personajes. En todo caso, los mira divertida, rodeándolos de formas exuberantes y colores chillones, como si fueran los peces de su propio acuario. No por nada, un personaje explica que, en japonés, el vocablo “koi” significa tanto “pez” como “amor”. Era Truffaut quien decía que el cine, por banal que sea, siempre enseña algo nuevo.