Casi un trabajo arqueológico es el que realiza Mitra Farahani en “El Picasso de Persia” (Irán, 2013) al lograr dar con un mito de la pintura y escultura iraní como Bahman Mohasses.
A través de imágenes de archivo en una primera instancia podemos conocer el trabajo de Mohasses con el relato en off de la directora de la historia de éste y el destino de su obra.
Hasta ahí la película deambula entre el clásico documental y en este caso con el potencial de poder conocer a un artista del que sólo en la oralidad se pudo recuperar parte de su trabajo. Pero Farahani logró ubicar a Mohasses, viviendo en un hotel de Roma, luego de 30 años de que no se sepa nada de él.
Ahí asistimos a una segunda parte, en la que los intentos de congeniar entre ambos y el mostrar a Mohasses en su cotidianeidad (encerrado y fumando sin parar) son el punto para disparar una reflexión sobre el trabajo de los artistas y cómo éstos ven su propio derrotero y reconocimiento.
Para sí mismo Mohasses no es un gran pintor, de hecho al poder comprender su propio arte como un mero transmisor de información y puesta de posición política. “No es importante qué transmitimos sino cómo lo transmitimos” afirma en alguna de sus extensas charlas.
Porque Mohasses antes que pintor y escultor es un conversador por excelencia. Una persona que disfruta en el compartir a través del diálogo de su conocimiento y su particular mirada sobre la realidad y la importancia. Todo es un disparador para él.
Una tapa en una revista italiana sobre el nuevo modelo de mujer iraní lo hace reflexionar sobre el real lugar de la mujer en su país hasta el punto de generar un analisi semiológico sobre la imagen que ve.
Farahani posa la cámara, lo escucha, captura algo que sabe que hace 30 años es inasible, como su obra, de la cual solo hay algunas fotos y el resto se terminó por destruir.
Porque Mohasses cree en eso, no sólo en el proceso de producción de una obra y su cristalización, su trabajo continua al hacer desaparecerla, tal como lo hizo el auto imponiéndose un exilio en un pequeño hotel boutique en el que acumula diarios, revistas y ceniceros llenos de cigarrillos.
Pero también anécdotas, sobre su juventud, su homosexualidad, la sociedad, el cine, sobre cada cosa que llega a sus manos y le permiten crear. Para él nada está terminado hasta que lo pueda visualizar, y sí, también vende humo, como a esos dos hermanos a los que les promete la mejor obra de su vida por un adelanto.
“El Picasso de Persia” busca en el pasado de un artista fantasma y termina encontrándose con un personaje que genera empatía en cada carcajada que suelta y en cada pitada a sus cigarrillos que da. Y Farahani sabe la oportunidad que tiene ante su cámara y la aprovecha.