“Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro, siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética.”
Honoré de Balzac, La Obra Maestra Desconocida.
El Picasso de Persia me recordó aquella película de Sergio Wolf de 2003, Yo no sé qué me han hecho tus ojos, donde el propio Wolf iba, como un detective de la novela negra, detrás de las escasas pistas que le brindaran datos acerca del paradero de la cancionista Ada Falcón, quien tras un desengaño amoroso había decidido retirarse del mundo décadas atrás. El cineasta finalmente logra dar con la mujer, recluida en un convento de la provincia de Córdoba, y registrar el encuentro. La joven artista plástica y realizadora iraní Mitra Farahani hizo algo parecido, aunque el filme se centra prácticamente en los diálogos que mantuvo con el artista Bahman Mohasses, quien como la Falcón, se había encerrado entre cuatro paredes, pero en este caso su templo era una habitación-estudio de un hotel en la ciudad de Roma.
Moderno e iconoclasta, Mohasses se había exiliado en Europa por razones políticas, tras el triunfo de la Revolución Islámica, que había censurado o mutilado sus trabajos. Ahora, casi olvidado, realiza pinturas solo por encargo. La mayor parte de su obra existía sólo en libros ya que había sido destruida por la censura de su país o directamente por él mismo. Construida hábilmente, El Picasso de Persia es un estudio sobre la carrera y la vida de un artista atravesado por su tiempo. Su intensidad va de la mano con la figura del personaje retratado. Logra sumergirnos en un clima de intimidad, donde nosotros también convivimos con las situaciones que van apareciendo.
Farahani logra una peculiar relación con Mohasses. Fumador empedernido, él le pedirá en ciertos pasajes que no lo deje fumar. Y en otros dará órdenes a la directora, que casi no sale en cuadro, manteniéndose en off, sobre cómo debe ser mostrada tal o cual imagen. Por ejemplo el final, que debía enseñarnos el mar (uno de los temas clásicos de Mohasses en sus pinturas eran los peces y él quería que sus restos fuesen depositados allí). Farahani cumple casi a rajatabla con estos mandamientos y la película se convierte en un curioso acto de creación colectiva, una sinergia entre la realizadora y su entrevistado que potencia la cinta.
Aunque la realizadora y su artista elegido no son los únicos protagonistas: dos personajes se suman promediando el metraje, compradores de arte, también iraníes, que residen en Dubái y encargan a su admirado artista una obra. Este encargo logra movilizar a Mohasses y hacerlo salir de su recinto en busca del material necesario para cumplir con el pedido. La obra quedará inconclusa, ya que a los pocos días fallece. Esos últimos momentos son trabajados con pudor por Farahani, que nos cuenta sobre la debacle solo con la voz en off del agónico artista, lo suficientemente dramática para conmovernos. Ganadora del premio a Mejor Película del BAFICI 2014, El Picasso de Persia es un documental sincero, cargado de una sensibilidad y honestidad pocas veces vistas.