Pecado y redención François Ozon, un cineasta camaleónico, multiforme, de mediana edad (tiene actualmente 50 años), ha logrado abrirse paso entre sus pares a fuerza de un cine que no deja de sorprender y magnetizar a los espectadores. Su filmografía bebe de otros realizadores, estilos y películas, siempre moldeándose para lograr un modelo “Ozon”, propio del realizador. En este caso, Frantz (2016) toma la historia dramática del maestro alemán Ernst Lubitsch, Broken Lullaby (1932), para construir una historia partiendo de una base muy interesante y atractiva, que cuenta la historia de una mujer alemana que habiendo perdido a su novio en el curso de la Primera Guerra Mundial, alienada y apesadumbrada a poco tiempo de su muerte, visita su tumba casi a diario, cuando descubre que hay un hombre de una edad parecida a la de su amor perdido que también pasa por el cementerio para dejar flores sobre su lápida. Con esta premisa comienza a desarrollarse una historia con la muerte como eje temático, en un filme que podríamos dividir claramente en dos partes bien diferenciadas, aunque similares en un punto: el segmento alemán y el francés, unidos extrañamente en un juego especular, encontrándose y mirándose entre sí en varios momentos. Es particular el uso por parte de Ozon del blanco y negro y del color. La primera toma del filme es en colores, para pasar luego al blanco y negro, en imágenes que rezuman artificialidad y por momentos recuerdan a La Cinta Blanca (Das weiße Band – Eine deutsche Kindergeschichte, 2009) de Michael Haneke, para después volver al color, balanceándose entre ambos espectros, según un patrón emocional, subjetivado por el sentir de los personajes. Esto recuerda el uso del ancho de pantalla en Mommy (2014), de Xavier Dolan, cuando su protagonista “abre” el cuadro para demostrar su sensación de libertad. Ozon agrega la parte francesa a la original, adicionando suspenso y ambigüedad, aderezos habituales en su cine, omitiendo información, despistando al espectador, cebándolo para que siga adelante y se acerque a sus personajes, comprendiéndolos, aunque muchas veces sin adherir con empatìa a sus decisiones. Frantz es una historia que nos habla de pecado, perdón, amor y redención. Por momentos el realizador controla y lleva adelante con firmeza a su historia, aunque en algunos pasajes se lentifica y pierde consistencia, y algunos diálogos se tornan convencionales y de poco espesor. De gran importancia y peso dramático son sus dos protagonistas, Paula Beer como la melancólica Anna y Pierre Niney en el rol del misterioso Adrien Rivoire. Plagada de vueltas de tuerca, la película en cierto modo nos recuerda a Rebecca (1946), la obra maestra de Alfred Hitchcock, donde una muerta, a diferencia de este filme, nunca veremos, pero que como motor imparable mueve los deseos y expectativas de personajes que la conocieron y adoraron, añorando su presencia. Frantz sin dudas se ve con interés, pero peca de ser por momentos muy formalista, a veces sin sentido, y de quedar a medio camino en su propuesta, acercándose en varios momentos a un culebròn televisivo, eso sí, de buena categoría.
El escritor fantasma Un hombre común en una situación extraordinaria. Así, de manera hitchcockiana, podríamos definir lo que le sucede a Mathieu, el protagonista de Un Hombre Perfecto (Un Homme Idéal, 2015), el film de Yann Gozlan sobre un ambicioso joven de 26 años aspirante a escritor que no logra que su libro sea aceptado en las editoriales y que un día, de manera azarosa, se encuentra con el diario de un ex combatiente de la guerra de Argelia fallecido recientemente y decide tomarlo como propio, copiándolo punto por punto para convertirlo en su novela. Al enviarla, la misma editorial que lo había rechazado acepta gustosa el escrito y lo publica. Los inicios no podrían ser más auspiciosos: desde el momento de su edición, la vida de Mathieu cambia de manera radical cuando el libro se convierte en un boom editorial y la misma noche de presentación de Arena Negra entabla relación con Alice, la mujer que se convertirá en su pareja. Mathieu goza de las mieles del éxito durante un buen tiempo, tomando dinero de sus editores a cuenta de una próxima novela, que tarda demasiado en llegar. El tiempo transcurrido desde su éxito ya pasó y sus editores le reclaman el nuevo material que quedó en enviarles. Mientras disfruta de su estancia en casa de los padres de Alice (lugar donde transcurre gran parte de la acción), una lujosa villa alejada de París, con bosques y cerca del mar, intenta infructuosamente escribir su nuevo libro. No podría haber mejor lugar: un sitio paradisíaco, para muchos perfecto para emprender una actividad literaria; pero las ideas no aparecen. Intenta mantener la fachada y continuar simulando, sumando mentiras, y los problemas no tardan en aparecer. Al acoso editorial se suma la presencia de un primo de Alice que, celoso, mira atentamente los pasos del hombre que le quitó a su prima, de la cual está enamorado. Y se suma además un viejo camarada del verdadero autor del diario del que Mathieu hizo uso (“Violar la memoria de un muerto, no se hace”, le dirá ni bien establezca contacto con él). El camino de Mathieu comienza a inclinarse. La máscara amenaza con desprenderse y decide luchar ahora contra quienes amenazan su (precaria) estabilidad, llegando a lugares insospechados. Yann Gozlan construye una película despareja, por momentos previsible, pero muy entretenida. Tiene referentes bien concretos, sobre todo en las figuras de Patricia Highsmith, Alfred Hitchcock y Claude Chabrol. Su trama se va hilando con elementos que no siempre se sostienen de manera coherente (la inconsistencia en las actitudes débiles de Alice cada vez que Mathieu le planta una mentira, una investigación policial hacia el final que no cierra del todo) o con un par de vueltas forzadas. Así y todo, la película genera interés y busca seguir la premisa de Hitchcock acerca del verosímil en un relato de suspenso, donde el espectador, si es bien llevado, no tendría que hacerse demasiadas preguntas acerca de lo que ocurre mientras mira la película, dejándose llevar por personajes que generen empatía, como en el caso de Mathieu. La vuelta de tuerca del final es bienvenida, escapándole a los finales a los que nos tiene acostumbrados el cine norteamericano.
La caída La acción de La Bahía (Ma Loute, 2016) transcurre en la década del ‘10 del siglo XX, en un paraje en el norte de Francia, sitio donde se están produciendo unas extrañas desapariciones de turistas. El nombre que la película tiene en castellano habla de un lugar geográfico concreto, escenario de los hechos, donde se cruzan dos familias opuestas por clase social y costumbres. Para los Van Peteghem es el enclave elegido cada año para pasar allí las vacaciones en su casa de veraneo. Para la familia Brufort, a la que pertenece Ma Loute (nombre que lleva la película en francés) es un ámbito de crimen y supervivencia. Un personaje de cada uno de los clanes escapará por un momento de su rol: la hija menor de los Van Pateghem, la andrógina Billie (Raph) y Ma Loute (Brandon Lavieville), el mayor de los Brufort, que vivirán una extraña historia de amor. Ambos personajes son los que generan más empatía en un cuadro en el que cuesta identificarse con la mayoría de los que los rodean. Su romance atraviesa un escenario donde los vamos a ver alejarse de patrones y mandatos familiares, buscando rescatarse entre sí. La fisicidad prepondera, los personajes de La Bahía caen o están a punto de hacerlo permanentemente, en forma accidental o buscada, como el mismo Bruno Dumont, que decide a conciencia caer en lo bizarro, proponiendo un camino que para un espectador desprevenido no es fácil de transitar, en una historia que discurre entre el surrealismo y el slapstick (citas a Laurel y Hardy en los personajes de los policías), mezclado con la antropofagia, el hiperrealismo y el delirio extremos. Lo desagradable y lo espeluznante campean a lo largo del film, en un pastiche que suma excesos. La muerte ronda el lugar, la clase social a la que pertenecen los acomodados Van Peteghem los lleva a actuar como estatuas vivientes, con movimientos duros y desafectados, en abrazos y besos simulados. Los Brufort, fuera del mundo de las convenciones sociales, parecen haber salido del documental Tierra sin Pan (Las Hurdes, 1932), el terrible e inolvidable filme de Luis Buñuel sobre una de las tierras más pobres y olvidadas de España. El camino de Dumont se aleja en tono y atmósfera de casi todo lo hecho anteriormente en filmes como La Humanidad (L’humanité, 1999) o Flandres (2006), acercándose a su miniserie de cuatro capítulos, P´tit Quinquin (2014). El director mezcla actores y actrices de trayectoria como Juliette Binoche, Valeria Bruni Tedeschi y Fabrice Luchini con actores no profesionales. Extraño es ver caras reconocidas caracterizadas en su costado más caricaturesco y patético. Juliette Binoche gana en la partida con un personaje que irrita más que provocarnos gracia. Mención aparte merecen los policías, meros observadores que pretenden investigar cuando las pruebas desfilan delante de sus narices, o que en el caso del más voluminoso de ellos solo puede rodar por las dunas como un tonel o hincharse hasta volar en el aire como un barrilete. La Bahía propone un disparatado viaje al absurdo, un filme que desde su superficie luminosa invita a adentrarse en los pliegues más oscuros de la condición humana.
Si uno entra desprevenido en una sala donde se proyecta Los Cuerpos Dóciles, se puede confundir -en esa primera mirada- un registro documental con uno de ficción, ya que en los últimos años la frontera entre ambos formatos se difuminó hasta casi desaparecer. Alfredo García Kalb, protagonista absoluto de esta historia, es un abogado penalista, padre y baterista de una banda y no un actor, si bien posee aptitudes que demuestran que podría serlo: frente a cámara siempre se lo ve natural y desenvuelto. La acción de la película se centra en un caso en el que dos “pibes chorros” son acusados de robar una peluquería y llevados a juicio. La cámara lo tiene a García Kalb visitando barrios pobres, humildes, donde muchos de allí ya lo conocen por haber trabajado en sus casos o en los de familiares y amigos. También vemos sus reuniones en la cárcel con los acusados y las tácticas y estrategias que planea para que la condena no sea tan brutal, y en el juicio mismo, declamando su verdad frente a jueces y familiares. El planteo de los directores es el de invisibilizar la cámara, cosa que saben y sabemos es imposible, aunque logran que nosotros espectadores participemos de lo que ocurre como testigos (o cómplices). Su mirada parte desde un personaje que tiene certeza de que su jugada en el campo judicial está perdida de antemano, o que puede llegar a arañar una derrota digna, tratando de que los débiles, los excluidos, se lleven una condena menos dura, haciendo que su palabra valga lo suficiente como para no ser opacada por la de un oficial de policía o un miembro de la comunidad con más privilegios y acceso a mejores abogados o beneficios. Otra veta interesante del filme es la inclusión de momentos privados del personaje, permitiéndonos acceder a reflexiones varias y a su relación con sus tres hijos y con su instrumento musical, una batería que parece desconectarlo de esa realidad que -según sus palabras- se le hace cada vez más difícil de sobrellevar.
Cine inglés de pura cepa. El realizador Nicholas Hytner realiza, después de La Locura del Rey Jorge (The Madness of King George, 1994) y Haciendo Historia (The History Boys, 2006), su tercera adaptación de una obra de Alan Bennett. En The Lady in the Van, Hytner toma un relato autobiográfico del escritor y dramaturgo para hablarnos de su particular relación con la Señorita Shepherd (Maggie Smith). La película abre con un accidente en la ruta y una persecución, y -elipsis mediante- nos encontramos luego en una apacible calle de Londres, a la que llega una camioneta con aquella mujer del siniestro ocurrido tiempo atrás. Margaret Shepherd vive dentro del destartalado cacharro estacionado en la calle, una homeless sin un destino aparente, quien solo sale para utilizar el baño de la casa de su “vecino” Alan y realizar algunas compras. La relación entre ellos es extraña y tiene códigos propios. Él le deja estacionar la camioneta en su casa cuando le ponen una multa por mal estacionamiento y refunfuñando la ayuda a trasladarse cuando ella le pide que empuje su silla de ruedas o la camioneta. Los dos son seres huraños, parcos y rara vez dejan salir sus sentimientos: ella vive con culpa y miedo a ser identificada por la policía, cita a Dios, reza y se persigna cada dos por tres. Y ambos son, a su manera, fabuladores. Él la observa desde su ventana y se cuestiona el hacer algo por ella mientras roba momentos y vivencias para escribir un libro. The Lady in the Van es una película de personajes sostenida por excelentes actores y hecha sobre todo a la medida de una actriz como Maggie Smith, quien con más de ochenta años aún sigue insuflándole vitalidad a un personaje dramático que despierta la empatía y simpatía del espectador. Desaliñada, maloliente, hosca, Margaret conserva su dignidad y aplomo (maravilloso el breve momento en el ascensor de la ambulancia). La trama se resiente promediando el metraje y pierde un poco el interés por reiterativa, sin aportar más datos que podrían enriquecer la historia. Pero así y todo, vale la pena acercarse al cine para ver a la gran Maggie Smith con un personaje que perdurará seguramente en la memoria de aquellos que disfruten de su arte. Alex Jennings, como el atribulado Alan Bennett, ofrece una actuación a la altura.
“Si el cine consigue que un individuo olvide por dos segundos que ha estacionado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces el cine ha conseguido su objetivo.” Billy Wilder. La cuarta película de los hermanos Coen, Barton Fink (1991), planteaba un Hollywood asfixiante e infernal que oprimía a su protagonista, un escritor de la costa este norteamericana que llegaba a la meca de los sueños en los 40 y sufría un bloqueo creativo, el mismo que los Coen habían padecido en la escritura del intricado guión de su maravillosa De Paseo a la Muerte (Miller’s Crossing, 1990). ¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016), su film número 17, funciona como su contratara, un trabajo más amable y cariñoso con el Hollywood de antaño, que sin dejar de lado la parodia, recrea momentos que todo cinéfilo guarda en su cabeza. Así, en lugar de extrañamiento y rechazo se genera complicidad con el espectador. Milímetro a milímetro y con una impecable dirección de arte y sobre todo de fotografía (obra del gran Roger Deakins, habitual colaborador del dúo) reaparecen en la pantalla las coreografías acuáticas de Esther Williams, los deliciosos pasos de baile de los films de Gene Kelly y Fred Astaire, las acrobacias de un vaquero del oeste o la fábula bíblica de gran producción. Podríamos decir que este armado del film contradice en parte declaraciones hechas por ellos mismos en el pasado respecto a su cine: “Planteamos cierta subversión de los géneros. No hacemos pastiches, pero tampoco aceptamos etiquetas.” Eddie Mannix (Josh Brolin) es como un Super Mario Bros., un arreglador dispuesto a maquillar, ocultar, develar o fabricar la vida de las estrellas de Capitol Pictures, el estudio que alberga a grandes figuras como Baird Whitlock (George Clooney), quien sufre una situación de secuestro por parte de un grupo de guionistas adoradores de Karl Marx y dispuestos a enfrentar la explotación a la que son sometidos por el sistema. Mannix será el encargado de devolverlo a la realidad luego del pago del rescate y su vuelta al trabajo mediante unos cuantos sopapos que romperán con el encantamiento, ese Síndrome de Estocolmo de una de las estrellas más populares del Estudio. Mannix es un héroe “limpio”, casi inmaculado, que va al confesionario para declarar que su pecado máximo es no poder abandonar el cigarrillo, cuando le prometió a su mujer que dejaría el hábito. La película discurre con gracia entre una serie de cuadros donde campea la ironía, sí, pero no el cinismo. ¡Salve, César! demuestra una vez más el buen pulso de dos hermanos que continúan con su mirada de cineastas independientes. Las actuaciones, brillantes, revelan los típicos personajes de los Coen, más cercanos en este caso a los de la fallida El Gran Salto (The Hudsucker Proxy, 1994) o El Gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998). “Cada una de nuestras películas supone un esfuerzo por conseguir algo diferente por completo a la película precedente”, dirán en una ocasión, agregando que “no sabemos si podríamos hacer una película del espacio. ¡O una de perros!” ¿Film “menor”? ¡Para nada! La cinta discurre entre risas y homenajes, pero como siempre en el cine de los hermanos, hay más para escarbar debajo de la superficie y reflexionar sobre lo visto. ¡Un placer!
Lo ridículo y lo sublime. ¿A quién no le gusta ensayar un tema bajo la ducha? ¿O atreverse en una reunión privada a entonar el feliz cumpleaños a capela? Marguerite (Catherine Frot) es una mujer rica en la inquietante París de la década del veinte. Su pasión es cantar, aunque para sus atónitos escuchas lo hace con mucho sentimiento, sí, ¡pero de manera espantosa! El amor que nuestro personaje pone en su penoso derrotero vocal, que incluye ensayos diarios de varias horas, sumados a su ingenua luminosidad, la convierten en un personaje querible y adorable. Marguerite busca ofrecer sus dotes a sus amigos en toda oportunidad y la gente que la rodea, en cómplice silencio, la deja hacer, riendo por dentro. El marido, a quien ella le dedica su arte, trata de evitar los momentos musicales de su mujer y ella, apesadumbrada, lamenta con dolor su ausencia. De su entorno solo su mayordomo negro, con un apegado afecto que recuerda a aquel que en similar papel interpretó Erich Von Stroheim, como el mayordomo de Gloria Swanson en El Ocaso de una Vida (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder, la auxiliará tomándole fotos cual diva y la mantendrá a raya de comentarios adversos. También habrá tres personajes que se pondrán de su lado, una cantante lírica y sobre todo dos jóvenes adherentes al dadaísmo, una de las vanguardias de la época, que la ven con una personalidad que justamente “desentona” con lo que se ve (o escucha) habitualmente. Por ese motivo la llevan a un cabaret, donde de manera irrepetible interpretará La Marsellesa. Luego llegará el momento en que se abra la posibilidad de que Marguerite se presente en un recinto “clásico”, un teatro ante miles de personas que no son de su entorno ni alucinados espectadores de cabaret. Aparecerá un decadente ex tenor que, por motivos personales, la preparará para el ansiado acontecimiento. Marguerite nos habla de los límites endebles y corredizos del arte, de las convenciones sociales, lo clásico y lo que no lo es, y sobre todo de las máscaras, aquellas que por afecto o piedad mantenemos para establecer nuestros vínculos. El guión de la película tiene algunos momentos reiterativos que resienten su estructura. Por el lado de las interpretaciones, la de Catherine Frot como la protagonista, insufla de vida y encanto a un filme que se ve con interés y por tramos, hay que decirlo, cuesta un poco escuchar.
El corazón en Fårö. “Es curioso, siempre que me realizan una entrevista me preguntan por Ingmar.” Liv Ullmann. A la hora de escribir sobre Liv & Ingmar, es inevitable el no cortar a la película en dos, ya que por un lado está el film en sí mismo, un documental sobre una persona que no puede evitar ser ella (Liv) con otro (Ingmar) adosado a su figura, aunque físicamente ya no esté presente (el título mismo de la película marca una dupla). Por el otro lado está su protagonista, la propia Ullmann, la narradora, la portadora del relato, la que se mete en la piel de la que fue la compañera de uno de los más controvertidos genios de toda la historia del cine. Comencemos por la película. Dheeraj Akolkar construye su obra enhebrando pasado y presente, utilizando los filmes de Bergman como comentarios o ejemplos del relato de su protagonista. Así veremos momentos de Escenas de la Vida Conyugal, Persona, Saraband o La Hora del Lobo, que funcionan como ventanas que abren e ilustran los pasajes del relato de Liv. El director también recurre a registros caseros de filmaciones y fotografías de los rodajes, o de momentos íntimos de la pareja. La Isla de Fårö (111 km²), reducto y fortaleza de Ingmar, residencia transitoria de Liv mientras estuvo con él, es el lugar más apropiado para realizar la entrevista. Akolkar es sobrio y emociona cuando Liv rearma frente a su cámara sus cinco décadas de historia con Ingmar. Y la palabra “emoción” es la que nos da lugar para entrar en la otra parte del film, en la que Liv, a sus 73 años, abre su corazón para revelarnos una historia de amor y compañerismo que trasciende el cine. Es ella quien se encarga de armar sus años con Ingmar, recordando un comienzo idílico, soñado y romántico para una joven a quien un director bastante mayor le echa el ojo como actriz y como mujer. A medida que los recuerdos avanzan, Liv nos muestra las espinas del rosal, los celos enfermizos y las torturas psicológicas a la que fue sometida (un ejemplo es cuando cuenta acerca del frío insoportable en un bote junto a Max Von Sydow en un rodaje, como una forma del tirano Ingmar de demostrarle su ira). Conmovedor es también el momento en el que Liv narra cuando Ingmar decide encerrarse en el estudio en la casa que compartían en Fårö y ella no podía verlo. “Ese silencio era mío”, dice, “y nada más que mío”, señalando su breve espacio de autonomía dentro de la pareja. Acceder a este documental es una experiencia enriquecedora. La figura de Liv ilumina con sus palabras, su sabia mirada, su humor y honestidad. Una persona que no puede (ni quiere) dejar de estar atravesada por una relación que signará por siempre su vida. Cuando ella cuenta que un buen día se despertó con la sensación de que tenía que ir a Fårö a visitarlo y que horas después de ese encuentro, Ingmar moría, dejando un hueco en la historia (la de ella, la del cine) imposible de llenar, se estremeció mi cuerpo.
La bofetada. Incómodo, descolocado, así me sentí la mayor parte del metraje de Placer y Martirio, la película de José Celestino Campusano, director oriundo de Quilmes, del cual no había visto nada aun (¡y esta es su séptima producción!). Una sensación extraña que hacía tiempo no sentía dentro de una sala. Según pude averiguar, la presente es la primera historia del director en la que se retrata a la clase media/ alta de nuestra sociedad, habituado a hablar de personajes y contextos opuestos a ésta. Buena manera de empezar tuve, ¡viendo una película de ruptura! Sin casi antecedentes previos, me senté en la butaca para mirar. El quilmeño propone una puesta directa y sin vueltas, poniendo las cartas sobre la mesa. Delfina es una mujer insatisfecha de alrededor de cuarenta años, con una vida matrimonial disfuncional, y como madre tampoco le va mejor: con su hija adolescente tienen escasa comunicación. Al comienzo de la película, conoce a un hombre de ascendencia árabe, Kamil, con el que comenzará una relación en la que rápidamente será humillada y sometida. Ajena a los manejos perversos de este hombre, buscará completar un vacío emocional y físico, aceptando las reglas. Así, en una espiral descendente, la mujer irá dejando de lado familia y amigas, con el único sostén de su empleada doméstica. Me contaba una colega luego de la función de prensa, que Campusano prefiere no dirigir a actores profesionales y que en su forma particular de concebir el cine hace “lo que quiere”, artísticamente hablando. Esa libertad creo que es lo que me chocó en un momento. La exposición de situaciones, sin filtro, me proponía otra manera de mirarlas. No entendía si algunos pasajes estaban hechos adrede en clave de comedia (involuntaria, suponía, en varios casos) o si algunas escenas que Campusano resolvía sin ambages, yendo directo al núcleo del conflicto, me irritaban por ese motivo. Placer y Martirio, sin dudas, no deja indiferente. Me queda comenzar a mirar en retrospectiva la obra de un director que siento merece ser visto más de cerca.
Soy tu fan. Kim, nuestro (anti) héroe tiene 14 años y vive en Oslo, es el año 1965, época de revueltas políticas, guerras y esperanza en el poder del cambio. Kim es uno de los tantos -miles- fans de los Beatles que hay en todo el mundo. Atravesado por su música, quiere él también formar su propia banda de rock: si hasta se parece bastante a Paul McCartney y toca el bajo. Con tres amigos, Gunnar, Seb y Ola, formará Snafus e irá por la fama, o al menos por el amor de las chicas. Cecilie, compañera de Kim y de familia acomodada, flirtea con él, aunque la relación, como las que ocurren a su edad, se mueve en un terreno incierto. Beatles recurre a una fórmula probada pero efectiva, utilizada con mayor o menor fortuna en películas con temática adolescente, sobre todo en el cine americano. Aunque en este caso logra despegarse de fórmulas preconcebidas cuando apuesta por la frescura de sus personajes. Los protagonistas son masculinos en su mayoría, pero la cuota de desenfado y osadía está dada por los personajes femeninos. Son ellas las que toman las decisiones a la hora de elegir con qué varón quedarse o no y las que darán, siempre, los primeros pasos para demostrar su interés, pasando a la acción sin dudarlo. Los chicos, torpes, parecerán inexpertos a su lado y solo podrán tratar de seguirles el paso para no quedarse al margen. En Beatles no sólo aparece la problemática propia de la edad, también el momento histórico en que se desarrolla la acción se hace presente. La Guerra de Vietnam moviliza a parte de la sociedad, incluso a otro grupo de jóvenes, un poco más grandes que nuestros protagonistas, que buscan demostrar su inconformidad y rebeldía también con una banda de música. Aunque despareja, la película se ve con interés. Paradójicamente, uno de sus momentos más bellos y poéticos, un paseo en bicicleta de Kim con su amada Cecilie, no cuenta con música de los Beatles, sino de Leonard Cohen, la canción Suzzane, que sale de un equipo portátil de la señorita en cuestión. En la última parte de la película el guión de Axel Hellstenius se resiente ante un intento de cierre, forzado a mi entender, con un clímax innecesario que no logra la intensidad dramática deseada. La fotografía y dirección de arte, impecables.