El planeta de los simios: Confrontación

Crítica de Jonathan Santucho - Loco x el Cine

Naturaleza salvaje.

Dentro del espectro de las grandes franquicias de ciencia ficción, no existe una saga cinematográfica más pesimista que la de El Planeta de los Simios. Mientras las demás distopías de la pantalla grande se permiten un momento para dedicar una luz de esperanza al futuro posible, la obra sobre una sociedad humana dominada por los primates siempre alterna por ver el vaso medio vacío del circular ciclo bélico en la sociedad. Y la reflexión continúa con El Planeta de los Simios: Confrontación (Dawn of the Planet of the Apes, 2014), fascinante estudio de la organización de la violencia que, a su vez, puede darse el gusto de tener monos montando a caballo mientras disparan ametralladoras.

Diez años después de que James Franco causó por accidente el apocalipsis de su raza al liberar una pandemia que silenció a la humanidad, el antes inocente chimpancé César (Andy Serkis) es ahora el líder de una creciente comunidad inteligente, en una metrópolis de madera y piedra construida a las afueras de San Francisco. Vuelto padre, marido y mentor, el primer simio parlante trata de construir un nuevo mundo con reglas de respeto, una semblanza de mañana para dejar a sus generaciones. Pero todas sus ilusiones caen en forma de un grupo de hombres, con un encuentro sorpresivo que resulta en un animal herido y el inicio de una serie de idas y vueltas de las cuales se hará más complicado regresar. A pedido de su exigente mano derecha, el violento Koba (Toby Kebbell), César marcha a imponerse frente al improvisado refugio de humanos en la zona. Para un pueblo que sólo esperaba encontrar una nueva forma de generar electricidad e impedir la anarquía que viene con la falta de recursos, el descubrimiento de un ejército de animales que hablan no ayuda nada. Con el reloj contando hacia la aniquilación, los intentos de paz entre César y un explorador humano (Jason Clarke) no harán mucho frente a las presionadas decisiones de sus subordinados y líderes.

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Ese es el terreno con el cual se maneja Matt Reeves, que ya mostró su marca en el terreno fantástico a través del legado de Cloverfield, que ejecutó el terror en primera persona en mejor forma que sus descendientes (meros intentos de aprovechar con el found footage para sacudir la cámara sin problemas y generar interés), o la remake Déjame Entrar, tan innecesaria en su fundación como hermosamente atractiva en su resultado final. Esta vez, su confianza en el material se vuelve a mostrar desde el primer minuto, en el cual logra transformar el clásico cliché de “noticieros informan sobre el pandemonio” en una simple y conmovedora pieza que refleja la muerte mientras establece la caída de la globalización. A esta altura, esa seguridad se siente refrescante a la hora del climax, con incluso las dedicadas y meritadas batallas explosivas entre humanos y simios tomándose tiempo para momentos de personaje, o estableciendo maestría en composición y elegancia en elementos como la toma continua. Es el enfoque indicado para una secuela que, en lugar de ir específicamente por la premisa hollywoodense más grande, más exorbitante o más loca, agarra un suceso de forma introspectiva para darle sentido a todo lo que viene después. Una historia pequeña que se expande, sin caer en lo sencillo. Un relato pacifista pero no soñador, sobre como padres e hijos se pierden en el precipicio de decisiones sin fundamento y rencores condenados. Para una película que es sobre el preámbulo de una dominación mundial por parte de animales sin pulgares opuestos, es bastante impactante lo serio que se pone.

Pero es en el enfoque de los guionistas Mark Bomback, Rick Jaffa y Amanda Silver donde todo encaja. En manos de escritores pretenciosos, ingenuos o vagos, el conflicto sería entre dos conjuntos que sólo tienen el prejuicio de que “el otro es distinto”, como en las mil caricaturas que abundan en historias salidas de jardín de infantes. Y si bien el racismo es parte de esta historia, la inteligencia está en no darle tanto lugar como se hace con los complejos ingredientes de la guerra, vistos en pantalla. Por un lado, los humanos están gastando sus chances, con la posibilidad de una presa oculta en el terreno de los simios siendo quizás la última jugada para volver a conectarse a la cordura antes de ser tragados por el caos de la extinción, visto en la década pasada durante la masacre causada por la enfermedad extendida por sus peludos opositores. Mientras tanto, los primates tratan de establecer su propia vida, y saben que la fallida forma humana, aquella que antes los aplastó, los puede volver a perjudicar. ¿Puede uno cuestionar el llanto del líder de los sobrevivientes (interpretado por Gary Oldman) al ver lo que perdió? ¿O manifestar contradicciones a la precaución del pigmeo Koba tras mirar las cicatrices de las muchas torturas que le hicieron quienes ahora les ruegan por ayuda? No, pero es en las consecuencias donde todo se vuelve espeso, sin importar los problemas de energía o la mala sangre. En el reflejo de ambos lados, el drama se vuelve más realista, en especial al trazar paralelos con la triste historia nuestra (si piensan en el Medio Oriente o en la política estadounidense post-11/9, no están enloqueciendo).

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De todas formas, la ironía es que nada de este intento por tratar nuestra humanidad habría funcionado sin la ayuda de los últimos efectos especiales de primera. Dice bastante sobre el giro de la tecnología como el motion capture, antes repulsivo debido a la falta de alma detrás de los ojos, puede hoy expresar tanto para hacernos creer que un mono puede hablar. Sin embargo, los FX son sólo herramientas, usadas sabiamente como fondo a las interpretaciones. ¿Quieren una prueba? La mitad de la película consiste en gruñidos y usos del lenguaje de señas, enseñado por César a sus compañeros animales. Con la tendencia actual a jugar por lo seguro en los tanques destinados a llenar butacas y vaciar las bolsas de maíz de las confiterías, es genuinamente sorprendente ver una producción que logre apostar a una propuesta de inmensos subtítulos (el veneno de la audiencia estadounidense) y devotos pasajes dedicados a analizar los rostros de los simios digitales. Sólo hay una cosa más sorprendente: el hecho de que funciona. Uno cree que los animales están ahí, especialmente al ver el magnífico uso de la tierra y el agua para darle realismo a sus pieles. Si conocen a un animador, pregúntenle cual es el mayor desafío a la hora de hacer que algo cobre vida. Lo más probable es que les digan que es el pelo.

Y aún si salimos de los píxeles, si esto cierra, es en su gran parte debido al elenco. No es nuevo alabar a Andy Serkis, pero el hombre se lo merece: con su habilidad para transformar el más extraño de los roles en un trágico personaje, el pionero en lo digital demuestra de nuevo como revoluciona la idea de actuación al darle vida de nuevo al carismático César, y la forma en la cual sus ideales de paz se rompen es imperdible de olvidar. Pero esta vez, hay alguien que le combate el trono al ex-Gollum, y es el británico Kebbell (visto antes en películas como Control y RocknRolla), que le trae ingenio y carisma a su Koba, quien tras ser perturbado por los humanos decide volverse perpetuador, evocando incluso tonos de relatos míticos antiguos. Decir que estos dos se comen al resto es ser breve, pero conciso.

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Ese es el encanto de El Planeta de los Simios: Confrontación, film que logra ser íntimo, masivo, realista, fantástico, conmovedor y tensionante al mismo tiempo. Mereciendo ser comparado con la entrega original de la franquicia, esta película nos tiene con la boca abierta frente a la maravilla proyectada frente a los ojos y, a la vez, lleva a la mente en un recorrido que, por desgracia, conocemos demasiado.