Al César lo que es del César
Es difícil elegir sobre qué punto detenernos a hablar cuando una película es realmente excelente, cuando un relato funciona a muchos niveles, como dijo alguna vez Homero Simpson en su faceta de crítico cinematográfico. Para empezar, digamos que El planeta de los simios: confrontación es un ensanchamiento y una profundización de la figura de César, el simio protagonista de la primera parte de esta nueva saga, que aquí vemos convertido en una gigantesca figura trágica, un actor trascendente en la reconfiguración de un nuevo orden mundial que surge a pesar de sus deseos y anhelos morales. Así como vimos el origen de César, que equivalía al origen del planeta de los simios en la primera entrega, aquí veremos cómo pasa de ser el líder, y casi gurú espiritual de la nueva población simiesca, a directamente volverse un prócer, convirtiendo a la historia contada en El planeta de los simios: (r)evolución en una parábola fundacional para niños y personas de espíritu simple, más o menos como el génesis bíblico.
Matt Reeves (Monstruo, Déjame entrar) se toma todo su tiempo para que entendamos qué clase de persona es César y cómo está conformada la sociedad de chimpancés. Con una breve introducción le alcanza para decir qué fue de los humanos y entonces rápidamente tenemos el encuentro entre ambas especies, con todo lo que ello implica: choque de culturas, desconfianza, racismo. Pero Reeves tiene vocación de romper con lo que se podría esperar; en vez de mostrar a los humanos malos y corrompidos, y a los simios naturales y buenitos, veremos las ambigüedades de ambos bandos y cómo las cosas están dadas para un inevitable desastre, a pesar de las buenas intenciones de los humanos y simios protagonistas. Por suerte, el director no se detiene allí, entiende que debe dejar de lado el desarrollo de la historia de los humanos supervivientes que son la raza en extinción, son los que se van, y que lo que importa son las acciones de los potenciales nuevos dueños del mundo. Aquí es cuando la película se vuelve más política todavía: comienzan las escaladas de violencia, la lucha de poderes, los cambios de liderazgo y la explosión de las contradicciones. Surge César (nunca mejor dicho) como animal político, una especie de súper-Mandela combativo, cuando entiende que no alcanza con las promesas utópicas, las buenas intenciones y, si se quiere, el amor por lo que es, sino que en las sociedades juegan los intereses diversos, la venganza, el odio y a veces también la sed de sangre colectiva.
En el medio quedan rondando un par de ideas incómodas e interesantes acerca de la inteligencia y el racismo. En el film, la inteligencia es una ventaja evolutiva circunstancial y como tal es imperfecta e insuficiente para alcanzar los ideales de paz y armonía. Además, la inteligencia puede servir para eliminar ese instinto primario de desconfiar del diferente pero poco pueden hacer por aquello seres, que con absoluta comprensión de quien está en frente, han elegido odiar como última esperanza o sólo por un interés particular. Es decir, el racismo no es sólo ignorancia. También, muchas veces, es una elección bastante consciente.
De más está decir que Reeves nos cuenta todo esto con maestría, hay menos cantidad de acción que la esperable, pero la que hay es de factura impecable y hay tantos y tan buenos momentos de tensión que hubiéramos deseado que la película durara más. Al respecto, una digresión matemática: Michael Bay necesitó 164 minutos para contarnos sobre Optimus Prime, el líder de los autobots en la saga Transformers, que todavía sigue siendo un inepto que resuelve todo masacrando sádicamente a sus oponentes y gobierna a sus seguidores sólo porque es más fuerte y porque lo legitima una mitología incomprensible que nadie (ni siquiera Bay) se detuvo a entender. Con los 130 minutos en los que Reeves nos cuenta de César a mí me alcanza para, llegado el caso, abrazar una granada que le caiga cerca con tal de que no lo lastime a él, a su familia, o al genial orangután Maurice.