El alzamiento determinante
Dentro del perezoso estado creativo en el que vive Hollywood actualmente, el reboot de la saga El planeta de los simios ha sido uno de los productos más constantes y coherentes que se han facturado. En primer lugar, porque no jugaba con un material tan intocable como en otros casos recientes, ya que se trataba de una saga desvirtuada con cada secuela producida, hecho que permitió una mayor apertura en la concepción de su historia al no verse presionados por la legión de incondicionales.
Por otro lado, debido a su alejamiento del tono más fantasioso y su arraigamiento en una ciencia-ficción de corte más realista, con el que se ha ofrecido una premisa más creíble gracias, también, a todo el abanico de posibilidades que la ciencia ha ido abriendo entre los casi 50 años que separan la odisea de Charlton Heston y este punto y final que se nos presenta. Con sus más y sus menos, pero siempre manteniendo un nivel de respeto mínimo para el espectador, la nueva trilogía llega a su fin en su episodio más completo.
En esta ocasión, el film encuentra un mejor equilibrio entre las acciones y el desarrollo introspectivo de los personajes, recuperando las disquisiciones de la relación del hombre con los animales de El origen del planeta de los simios (2011) y rebajando las cargantes secuencias de acción de El amanecer del planeta de los simios (2014). Y es que El planeta de los simios: la guerra sigue escribiendo imágenes acerca del contacto del hombre con la naturaleza y sus especies, para ofrecer una conclusión que, aunque ya otras veces propuesta y llevada a los extremos con los que juega la saga, parece ser de los pocos caminos posibles ante el funcionamiento mundial actual. Una regeneración a base de una cura de humildad humana y del desapego ante los comportamientos tóxicos y dañinos, motivados por todo lo que ha construido el hombre. Un colofón moral claro y un tanto obvio, sin mucho contenido trascendental más que revelar, pero que conecta con uno de los (múltiples) problemas del presente que acarrea nuestra especie.
Más allá de la reflexión eco-friendly que transmite toda la saga, la película navega de pleno por géneros con los que las anteriores partes no habían coqueteado. Si bien las pasadas se volcaban más a la acción (en especial, la segunda parte), esta establece una estructura propia del cine bélico, ya anunciada en su nada enigmático título. Se retoma la trama en medio del conflicto entre los primates y los humanos y, a partir de aquí, se despliega un espectáculo que rememora el esquema habitual del héroe de guerra, también tomando alguna licencia del western como el viaje motivado por la venganza. Aunque sin sorpresas de ningún tipo, el film, empero, sabe exprimir los códigos y situaciones del género en el universo de los simios con habilidad, citando a clásicos como La gran evasión (John Sturges, 1963) o el Kubrick de Full Metal Jacket (1987), a lo largo de varios estadios propios del cine bélico.
Esta apuesta, no obstante, supone un acierto al rebajar las escenas de acción sobresaturadas –una marca ya en toda producción hollywoodiense-, en pos de la medida temporal y de la construcción atmosférica de la tensión, acompañada por el desarrollo de los caracteres. Es decir, se aboga por una acción más estudiada y que apele más a la emotividad que no por la estimulación constante a base de movimiento. Y, a pesar de que no todas las escenas funcionan con precisión suiza y que se les ha ido la mano un poco con el metraje, el resultado es solvente dentro de su funcionalidad. La guerra del planeta de los simios, por lo tanto, no supone una revelación para el espectador como pudiera serlo ese final ante la Estatua de la Libertad, pero en su conciencia de espectáculo es de una eficacia que satisfará con creces a todo aquél que haya comulgado con la revolución del carismático César.