Dentro de las diversas clases de evoluciones auscultadas por la película, quisiera detenerme en una, la que involucra directamente al arte narrativo: la evolución dramática. Porque hay un camino que conduce a ese No trascendental, ese manifiesto político que nos deja atónitos, con la ovación en la sangre, con toda nuestra fe abalanzada sobre la inminente revolución. Antes de llegar ahí, el guión no dudó en dedicarle todo el tiempo necesario a la progresión de un alma, la construcción de una conciencia, el cincelado de un cáracter. Como espectadores, somos testigos privilegiados de la crianza de César en un ámbito humano, acompañándolo en su relato de (confundida) iniciación. Pero a la vez somos los únicos que registramos la dimensión de su soledad, su anhelo de ser igual a todos y su obligación de recluirse por ser diferente. Hay muchas escenas extraordinarias en el film, pero si tuviera que quedarme con una, elegiría aquel momento en el que el pequeño César mira a través de la ventana del altillo y observa cómo juegan los chicos en la calle. Esto lo hace más de una vez, en una serie de escenas que desarrollan su vínculo con el afuera, situaciones cotidianas, sencillas en apariencia aunque magistralmente articuladas en función de la mirada.
César, en esos instantes, es una figura vicaria del espectador, un observador fascinado por la imagen. La imagen de otra cosa, maravillosa e inaccesible, porque está ahí, tan lejos y tan cerca, pero siempre del otro lado del velo. La imagen le permite a César comparar, barajar dialécticamente instinto y razón, deseo y resignación: libertad, identidad, hogar. Quiere salir del encierro, pero cuando lo intenta, los otros le demuestran con violencia que él no tiene derecho. No pertenece. No es. Tiene un hogar que le ofrece amor pero, al crecer, César ya no entiende qué rol cumple en ese espacio. “¿Qué soy? ¿Una mascota?”. Cuando conozca la verdadera cárcel, César extrañará su casa y, a modo de protesta, dibujará la ventana de su habitación en la pared de su celda, dibujo que se convertirá en símbolo. Sin embargo, y aunque parezca una contradicción, César prefiere no volver a esa casa, porque descubrió otro hogar que lo hace sentir más entero: su comunidad. Entonces, ¿por qué elegir esa ventana como símbolo de lucha? Porque no queda otra que romper el vidrio para salir a la calle y actuar. Porque se trata de no aceptar el recorte que ese marco nos impone: la imagen debe ser aquello que decidimos cambiar. La nueva familia de César sólo quiere ser feliz. No tiene otra intención que respirar pacíficamente en su hábitat, siempre y cuando los humanos respeten su lugar y no pretendan cruzar el límite. Y en esta historia el límite es un puente. ¿Pero acaso el puente no representa la unión? A veces sí, y a veces es excusa para la invasión. Así que habrá que estar atentos. Pensar -y esto César ya lo sabe- es vivir en la contradicción.