Llegando los monos.
Hay algo acerca de este tipo de films que suscita en mí, siempre, el mismo deseo. En la guerra entre humanos y animales, soy feliz cuando estos destruyen, aniquilan, masacran a aquellos. Quiero que el tiburón se coma al muchachito que fue a surfear, quiero que las pirañas se devoren a la rubia tetona que nada como una sirena, quiero que los dinosaurios se apoderen del Parque y acaben con toda aquella criatura no prehistórica. Inválidos, niños, ancianos, por ninguno siento piedad. Dicho esto, una nueva entrega de la franquicia El planeta de los simios, a diez años del fiasco de Tim Burton y a cuarenta y tres del film original, me era digna de atención. El uso de la técnica performance capture para mutar los actores en monos prometía ser aprovechado al máximo gracias a la presencia de Andy Serkis, un intérprete excepcional para la ocasión (ya había atravesado el mismo proceso técnico como King Kong y como Gollum, ambas veces dirigido por Peter Jackson).
La historia, como en La conquista del planeta de los simios, cuarto capítulo de la saga, se desarrolla en nuestro planeta. Will (James Franco) es un joven científico de San Francisco en busca de una cura para el Alzheimer, enfermedad que afecta a su padre (John Lithgow). Su invento, un extraño retrovirus testeado en chimpancés, provoca en estos un extraordinario aumento de la inteligencia. Como resultado de una primera demostración fallida, Will termina adoptando a César (Serkis), un primate a cuya madre le fue inyectada la droga. Con el correr de los años la peculiar mascota se convierte en un ejemplar superdotado, que eventualmente terminará uniéndose a otros simios y provocando un tremendo caos en la ciudad.
El planeta de los simios: ( R)evolución, del ignoto Rupert Wyatt, es un tour de force que no se detiene nunca. Los pequeños gestos y los detalles que componen el mundo íntimo de Cesar como criatura doméstica derivan en un torbellino vertiginoso y electrizante una vez que pasa a ser el líder de la revolución. En las alturas de las secoyas gigantes, de los rascacielos y del puente Golden Gate estos animales son imparables, y eso es lo único que importa. Ni el romance entre Will y la veterinaria, ni la enfermedad de su padre, ni el extraño virus desencadenado por el nuevo invento, nada de eso debe desviar nuestra atención cada vez que uno de los simios revolea una lanza, o una tapa de alcantarilla, o un helicóptero. Es en esos tremendos momentos de acción cuando el film deja en claro que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. A tal punto se sale Wyatt con la suya que el desenlace abre todo tipo de caminos para una o dos secuelas, aunque difícilmente sea lo mismo sin Serkis. El hilo fundamental del relato avanza por medio de sus expresiones faciales. Claro que rara vez los mandriles parecen reales, pero tampoco esto importa, especialmente en esa demostración final de poder primate. El cine, lugar de utopía si los hay, entrega, en este caso, una doble reivindicación: la de los oprimidos y la de los animales. Esto debería bastar para abandonar la sala de cine con una efímera sonrisa.