La soberbia de nuestra especie
El cine puede ser un espejo incómodo, incluso en el mismísimo Hollywood, que de tanto en tanto nos devuelve algún reflejo problemático, algún retrato que los espectadores nos resistimos a mirar. No hace falta que sea enfático, pues los hallazgos suelen encontrarse en los detalles: la nueva entrega de El Planeta de los Simios puede pasar por un divertimento liviano, satisfactoriamente inofensivo, aunque el ojo mínimamente atento podrá detectar otros pliegues más interesantes, algunos giros destinados a desestabilizar nuestra tranquila existencia urbana, desligada de nuestro origen natural y de las consecuencias que tiene nuestro modo de vida.
Como tantas otras producciones del mainstream norteamericano, la séptima película de la serie retrocede a los tiempos anteriores a la primera entrega: aquella épica protagonizada por Charlton Heston en su plenitud (1968), que diera lugar a otras tantas continuaciones (Escape del planeta…, 1971, Conquista del planeta…, 1972, y La batalla del planeta…, 1973), de las que la nueva película directamente se desentiende. Situado en la era contemporánea, el filme comenzará con la salvaje captura de un grupo de primates en una jungla africana, una de las cuáles terminará en un laboratorio de última generación, donde un científico de nombre Will Rodman (el siempre eficiente James Franco) la utilizará para experimentar con una sustancia genética destinada a regenerar las células del cerebro. El objetivo es buscar una cura para el Alzheimer, terrible enfermedad que aqueja al padre de Rodman, aunque sus consecuencias podrían ser imprevisibles.
Ya desde el inicio, El planeta de los simios: (R)Evolución planteará así un conflicto eminentemente moderno, de resonancias políticas y filosóficas, sobre los límites que deben enmarcar a la ciencia. Que por supuesto el desarrollo no hará más que profundizar, sobre todo a partir de la aparición del CEO de la empresa para la que trabaja Rodman, que ve en sus investigaciones una fuente inagotable de ganancias. Algo saldrá mal, y como consecuencia no sólo terminará asesinada la mona en cuestión, apodada “Ojos brillantes”, sino que también se cerrará la investigación de Rodman, quien solamente logrará salvar al pequeño hijo de su primate, que se lo llevará a vivir su casa junto a su padre, y al que apodarán “César”. El filme se dedicará a abordar entonces la evolución en un ambiente amoroso de este chimpancé que pronto demostrará tener una inteligencia superlativa, potenciada por la droga que recibió en el vientre materno, y que a los pocos años conseguirá tener un razonamiento propio, que le permitirá comunicarse a través de lenguajes de señas con Will y su familia. No tardará en descubrir, también, la contradicción entre su naturaleza y la sociedad humana, que lo obligará a estar recluido en la casa de Will; aunque más tarde un incidente lo obligará a recluirse en un centro de primates, especie de cárcel donde no sólo conocerá la distancia que lo separa con los pares de su misma especie, sino también la dimensión de la brutalidad humana, y donde eventualmente empezará a planear una sublevación de los suyos.
Formalmente elegante, y políticamente inteligente, la película de Rupert Wyatt tiene la virtud de esquivar todo planteamiento manierista (a excepción quizás del retrato de los representantes corporativos) y apostar por un desarrollo minucioso de la psicología de su protagonista. Y es que el tan endiosado mecanismo de identificación que el cine supuestamente debe proponer al espectador se relaciona aquí con César, una de las tantas víctimas inocentes de una sociedad que somete por la fuerza y la tecnología. Una escena central cerrará el desarrollo dramático de su personalidad con la adopción de la palabra: su primera alocución será el adverbio “No”, y dará inicio simbólico a la revolución. Un alzamiento que, coherentemente con el planteamiento estético de todo el filme (que evita la grandilocuencia y apuesta a la narración a través de los detalles), no abusará de los grandes efectos especiales, sino que los pondrá al servicio de la trama: el enfrentamiento final en el puente de San Francisco constituye una pequeña lección de narración para los tanques hollywoodenses, así como los grandes y, a su modo, bellos planos secuencias que lo precedieron. La ira de los primates no buscará la destrucción ni el sometimiento de nuestra especie, y aquí hay otro apunte lúcido para la humanidad contemporánea, cuya soberbia no parece tener límites.