Sobre la supervivencia del más apto.
Si se pudiera imaginar algo parecido a una cruza entre El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese, y la saga Indiana Jones creada por Steven Spielberg, el improbable fruto de ese injerto podría ser El poder de la ambición. Aunque su vínculo genealógico tiene que ver sobre todo con aquello de la supervivencia del más apto en el seno del ecosistema financiero del capitalismo más salvaje. Sin embargo, el film dirigido por Stephen Gaghan –ganador del Oscar al Mejor Guión Adaptado en 2000 por Traffic de Steven Soderbergh– y sobre todo su protagonista, el empresario minero Kenny Wells, interpretado con ligero exceso por Matthew McConaughey, también tienen muchos puntos de contacto con aquellos buscadores de oro que de algún modo son los fundadores de la gran expansión territorial estadounidense del último tercio del siglo XIX.
Basada en la historia real del heredero de una empresa minera familiar en crisis, pero fundada justamente por aquellos pioneros que atravesaban desiertos en busca del sueño de la riqueza, El poder de la ambición se mueve muy bien en ambos territorios. Su mayor potencia radica precisamente en la forma equilibrada en que va entrecruzando ambos mundos: el del buscador de tesoros que, a su modo pero como tantos aventureros antes que él, va detrás del mito de El Dorado, con el del empresario que luego de alcanzar la cima del mundo financiero debe lidiar con los grandes depredadores, para quienes apenas representa un mapache.
Casi quebrado pero dispuesto a apostar todo por ese destino familiar que abraza con pasión, Wells financia la explotación de un área virgen de la selva de Indonesia, depositando su confianza en un joven geólogo que a partir de la teoría, pero sin pruebas empíricas, afirma que ahí se oculta la reserva de oro más importante del mundo moderno. Haciendo equilibrio sobre el filo del fracaso y poniendo el cuerpo como si se tratara de un personaje sacado de los cuentos de buscadores de oro de Jack London, Wells verá como al fin la veta dará sus frutos de un modo casi mágico, justo después de que él se recupere de forma igualmente milagrosa de un brote de malaria. A partir de ahí recibirá el apoyo de desconocidos, pero también de amigos que habían dejado de atenderlo; rechazará ofertas millonarias; será operado políticamente y responderá estimulando los mismos resortes. Resurgirá y caerá, una y otra vez, hasta una coda final que no será como la de Cenicienta. O tal vez sí.
El poder de la ambición es otro retrato del alma financiera de los Estados Unidos, pero que en lugar de hablar de negocios fantasmas como el film de Scorsese o La gran apuesta, de Adam McKay, pone en su centro al objeto histórico del poder económico: el oro. Ese, Oro (Gold), a secas, es el título original de la película y su búsqueda física, el sustrato real que les da al protagonista y al personaje del geólogo interpretado por el venezolano Edgar Ramírez un aura más humana, más frágil, concediéndoles el beneficio de la esperanza a través de un final no del todo amargo.