CUANDO EL PISTOLERO SE VISTE DE PRADA
Cuando Tilly Dunnage llega al pequeño pueblo de Dungatar -tan mínimo que en realidad es casi una estación o un paraje- en el que se crió y del cual tuvo que huir sin terminar su infancia, no lo hace con timidez. Algo malo la exilió, algo tan tremendo que ni ella ni su madre lo recuerdan con precisión pero que implica una muerte, la condena y el desprecio de sus ex-vecinos. Y ya es hora de que se haga justicia.
Tal premisa es la que tendría cualquier western spaghetti al estilo de los dirigidos por Sergio Leone o su tocayo Corbucci, en los que el forastero entra al pueblo con su caballo a paso cansino escondiendo habilidades mortales bajo su gabardina sucia y ajada. La novedad es que en lugar de tener a Clint Eastwood o a Franco Nero en pantalla se nos aparece una elegantísima Kate Winslet con una máquina de coser en su estuche y un vestuario que dista mucho de verse sucio y ajado, pero resulta igual de imponente. Y en lugar de balas, la mujer promete hacer correr metros de tela aunque, ya sin distanciarnos de una de pistoleros, tampoco faltarán muertos. Porque Tilly sabe que la única forma de llegar a la verdad es haciendo uso de su talento -el diseño de modas- hasta las últimas consecuencias, aunque sea en ese pueblito al costado de las vías del tren y que parece achicarse a cada minuto.
El planteo da a entender que nos enfrentamos a algo bizarro, difícil de digerir, o bien a una comedia al estilo de las de Adam Sandler, quizás de las últimas y más olvidables como Los seis ridículos, llena de anacronismos o guiños fuera de época pero nada más alejado de la realidad; El poder de la moda es una adaptación muy respetuosa de la primera novela de la autora australiana Rosalie Ham que en momentos de concebirla lo hizo sólo en forma de ejercicio narrativo y lejos estaba de imaginar que quince años después su historia llegaría a las pantallas con nada menos que Kate Winslet y Liam Hemsworth en los protagónicos. La directora Jocelyn Moorhouse (En lo profundo del corazón, Amores que nunca se olvidan) regresa luego de un período extenso sin estar detrás de cámaras y se adueña del relato comprometiéndose también con el guión hasta convertirlo en esta curiosa mezcla de géneros en los que la redención se vale de la frivolidad de la manera menos convencional.
La historia de la modista que llega a su pueblo con la frente alta, trata con cordialidad y seduce con sus artes al excéntrico y fetichista comisario (Hugo Weaving), intenta enderezar la historia familiar con su sarcástica madre (Judy Davis) y se enreda, casi sin intención, con un apuesto campesino (Hemsworth), no se desvía del verdadero objetivo de su regreso que consiste en averiguar cómo fue que se la culpó de una muerte de la que no recuerda detalles. La señorita Dunnage no cree ser una asesina y eso es lo que se propone demostrar aunque todo empiece en medio de una serie de disloques vodevilianos y cueste creer que las cosas vayan en serio.
La película se sostiene con trucos que van apareciendo con admirable pericia. Ya dijimos que comienza como un western y casi sin que nos demos cuenta se convierte en una comedia costumbrista, luego en una intriga sherlockiana para dar paso finalmente a un drama romántico intenso y sin que sus personajes caigan en el ridículo en todo ese peregrinaje. Como ocurre con el fetichista encarnado por Weaving, que sin recrear a un estereotipo amanerado conmueve con la frustración de su vicio reprimido, o la filosa e irónica madre compuesta por Davis cuyas líneas requieren de la máxima atención para ser captadas por su fina ironía. Todos ocupan su lugar de una manera estudiadamente teatral y eso le da a la producción una formalidad medida que logra que se la tome en serio a pesar de todas las licencias. Aún cuando las vecinas del pueblo comienzan a posar y a desfilar con sus impecables vestidos recién diseñados por el polvoriento paraje australiano como si estuviesen en medio de una pasarela parisina y no frente a sus rústicos convivientes. Y que no hace más que acentuar sus pretensiones y miserias, las mismas que a Tilly le costaron el exilio cuando lo importante eran las apariencias, aún mucho más que la misma verdad.
Y cuando se llega a ese punto, a la revelación de lo que pasó en esa amarga tarde en la infancia de la modista antes de su transformación, también se completa un montaje que apreciamos desde los créditos con una velocidad que intenta ser casi subliminal, como dándonos un pequeño objeto que carece de significado pero que se nos promete, será trascendente al final. Un recurso mucho más logrado que en la composición de la reciente En la mente del asesino, cuyo puzzle de imágenes también intenta anticipar el desenlace pero con mucha mayor torpeza. Quizás habría que recomendarle al productor Anthony Hopkins que disfrute de este trabajo de montaje y quizás hasta le sirva de inspiración para futuros proyectos en los que decida comprometerse más.
El poder de la moda es la traducción elegida por la distribuidora para The dressmaker (La modista) que increíblemente acierta como nunca antes, ya que no sólo remite a ese género al que venimos asociando a la realización, sino también porque esa moda de la que se vale el personaje central nunca será más poderosa que en sus manos, sin miedo a ser redundantes.