Un pastiche ocasionalmente disruptivo.
La directora australiana, recordada por su película La prueba, reaparece ahora con un extraño paseo a través de distintos géneros, que van de la historia de amor y venganza a un final “gore”, con otro espléndido protagónico a cargo de Kate Winslet.
Zapatos blancos, guantes blancos, sombrero blanco de ala ancha y abrigo negro, la chica baja del ómnibus, apoya las valijas en el piso, saca un cigarrillo de la finísima cigarrera y mientras se lo coloca entre los labios con la mayor elegancia susurra, mirando hacia el pueblito: “Regresé, desgraciados”. Historia de venganza en la que la heroína deberá vencer primero la amnesia psicológica que la lleva a borrar la escena crucial –para develar si ella cometió o no el crimen del que el pueblo entero la acusa–, el factor pastiche es el que permite levantar al film australiano The Dressmaker (que en Argentina se estrena con el improcedente título El poder de la moda) de la eventual recaída en el cálculo y el cine de fórmulas. De más está decir que el hecho de que el protagónico esté a cargo de la infalible Kate Winslet, que invariablemente pone lo mejor de sí al servicio de cada uno de sus papeles, es otro puntazo a favor, reforzado por la reaparición de Judy Davis, siempre al borde de la crisis de nervios.
Los responsables de The Dressmaker no son desconocidos. El guión lo coescribió P. J. Hogan, guionista y director de El casamiento de Muriel, y detrás de la cámara estuvo su esposa Jocelyn Moorhouse, que en los años 90 había dirigido La prueba, en Australia, antes de pasar a Hollywood, donde estuvo a cargo de la “película de mujeres” How to Make an American Quilt, estrenada aquí como Amores que nunca se olvidan. Después de eso Moorhouse desapareció por dos décadas, hasta su reaparición con esta película. Si El casamiento de Muriel releía el cuento de hadas desde el camp, The Dressmaker se pasea a través de diversos géneros, aunque más que relectura lo que hay aquí es combinación. Pastiche. Un pastiche ocasionalmente disruptivo, y en otros pasajes complaciente y/o simplista. Simplista es la idea de un pueblo compuesto de gente maligna, con un intendente abusador, un farmacéutico chupacirios, mujeres sometidas, damas de bien arpías y algún hijo digno de esos adultos, por un lado, y por otro unos pocos vecinos-víctimas, que incluyen a la protagonista, la diseñadora de modas Myrtle, su madre loca, Molly (Judy Davis, sucia, arrugada, desarreglada y con una comadreja por mascota hogareña) y la mujer del intendente.
Si es muy divertido el jefe de policía que interpreta Hugo Weaving (el agente Smith de Matrix, que había sido fotógrafo ciego en La prueba), que suspira de ilusión cuando ve los vestidos que diseña Myrtle y no duda en ponerse uno negro para un funeral, y son divertidos los acompañamientos musicales de spaghetti western, que hacen aparecer a Myrtle fumando, y vestida para matar, como una reencarnación chic del Clint Eastwood de Sergio Leone, la historieta romántica de la protagonista con el galán Liam Hemsworth, que con su metro noventa y sus camisas abiertas parece escapado de la tapa de una novela romántica, pone a la película más allá de lo complaciente, al borde mismo de lo intolerable. Pero debe reconocerse, a su vez, que el brusco, disruptivo destino de esa love story la redime sobradamente, dando paso a una especie de “alargue” de media hora que mejora la película, cuando ésta había terminado con un empate tibio su tiempo oficial de 90 minutos. Ese alargue incluye una escena de gore que nadie podía haber previsto cuando Hemsworth y Winslet se daban besitos, y que es como el golazo inspirado que sacude la modorra. Aunque deje un par de gruesos cabos sueltos, la explosividad del final también echa ricino sobre el amenazante dulzor previo, inclinando la balanza para el lado del aprobado.