Las ficciones sobre venganza tienen esa mezcla de bronca y elaboración que, desde una obra esencial como El conde de Montecristo, dejan un regusto a cierta sordidez, real como la vida misma. El cine moderno reparó en tal solemnidad y dotó a las épicas revanchistas de cinismo y humor (ver Kill Bill). La australiana El poder de la moda es consecuencia de ese estilo; sin el humor de los primeros 45 minutos sería una especie de culebrón inclasificable. Adaptación de un best seller, con guión de P.J. Hogan (El casamiento de Muriel) y su mujer Jocelyn Moorhouse, directora, el film, ambientado en los ’50, muestra a Tilly Dunnage (Kate Winslet) de regreso en su pueblo natal, un caserío rural del desierto australiano que semeja a un decorado de western, con Winslet como una versión sofisticada de Sharon Stone en Rápida y mortal. Tilly vuelve para vengarse de un hecho de su infancia, un infortunio que le valió su destierro y la exclusión de su madre (brillante e hilarante Judy Davis) al rol de paria, y cuyo origen se va develando con el remanido recurso del flashback. Pero antes de ejecutar su venganza tiene que ganarse al pueblo, y saca a relucir sus dotes de costurera para vestir a las mujeres, víboras y arpías como las enemigas de Laura Ingalls. Aparte de su madre, sus aliados son el policía del pueblo (un delirante personaje inclinado al travestismo, personificado de manera fantástica por Hugo Weaving) y Teddy (Liam Hemsworth), el galán del elenco, cuyo rol es cómico de tan estereotipado. Moorhouse acierta al parodiar el estereotipo y vestir de diosas a los cachivaches del pueblo, y eleva la apuesta con certeras citas a Macbeth, pero el film da mil vueltas antes de hallar un final a la altura del comienzo: cae sin necesidad en el melodrama y una confusión que empaña tan buena propuesta.