Los vestidos como arma.
Pasaron dieciocho años desde la última película de Jocelyn Moorhouse como directora, en el medio produjo y escribió algunas películas de su esposo, P.J. Hogan, el mismo de El Casamiento de Muriel (1994). Desde 1983 a la fecha solo dirigió cinco películas, probablemente su mejor film sea La Prueba (1991); también pasó por las manos de Steven Spielberg, quien le produjo Amores que Nunca se Olvidan (1995), una suerte de película existencial veraniega que incluía a un séquito de actrices de varias generaciones (Winona Ryder, Anne Bancroft, Jean Simmons, Ellen Burstyn, etc.). Ese elenco no es una excepción en su cine sino que más bien se encuadra dentro una preocupación que ha puesto de manifiesto siempre en sus historias, se puede decir que su tema predilecto es “cómo las mujeres se las ingenian para ocupar un lugar en un mundo dominado por hombres”.
El Poder de la Moda es un compendio de los intereses desarrollados en otros films de la realizadora, pero es también una gran caja china de géneros: hay western, thriller, comedia, melodrama y hasta una atmósfera de terror en una serie de flashbacks bien sombríos desde la fotografía de Donald McAlpine (Depredador), los cuales narran en cuentagotas el porqué de la ausencia de Myrtle/ Tilly (Kate Winslet) tras un episodio confuso en torno a la muerte de un niño. Su regreso en 1951 (dos décadas más tarde) a Dungatar, en Australia, la reencuentra con el corazón de un pueblo resentido que destila odio hacia ella y también hacia su madre, Molly (interpretada por la notable Judy Davis). Tilly ya no es Myrtle, la niñita polvorienta y miedosa que fue desterrada, sino una suerte de embajadora después de haber estudiado en las capitales de la moda. Pronto las mujeres del pueblo la buscarán para elevar su clase a partir de la confección de vestidos de “haute couture”.
La transposición de la novela de Rosalie Ham (uno de los coguionistas es el propio Hogan) resulta despareja por su discurrir en varios géneros y tonos, pero su mayor debilidad está en la partición de la reconstrucción de un hecho particular y una posterior revancha que parece desatarse más por un acontecimiento (o golpe bajo del guión) que por el descubrimiento de la verdad acerca de los sucesos ocurridos veinte años atrás. El mayor mérito de esta vuelta de Moorhouse está -nuevamente- en su elenco, dentro del cual habría que mencionar también a Hugo Weaving como un oficial de policía que esconde bajo su uniforme su homosexualidad. Tan solo la brillante interpretación de Davis -la única que parece manejarse a gusto con los registros de grotesco, drama y comedia casi en simultáneo- se destaca como valiosa, lo cual prueba que a veces una película fallida puede ser disfrutable al menos por un solo rasgo.