Es tan estrella de Hollywood como Julia Roberts o Angelina Jolie, pero además tiene otra cosa. Es británica, más bien baja y redonda para los estándares huesudos imperantes, y puede ser que ninguna actriz tan famosa como ella haya cogido tanto en cámara ni se haya mostrado tan desnuda, lo cual es desesperante porque por alguna razón, Kate Winslet es profundamente real. Empezó su carrera como una de las dos chicas fascinantes y malditas de Criaturas celestiales (1994), tan distintas de cualquier Lolita; después, casi como un cliché, fue Marianne Dashwood en la muy británica Sensatez y sentimientos (1995), y enseguida se estaba sacando la ropa frente a los ojos de Leonardo Di Caprio y los de todxs, mientras posaba para un cuadro en una habitación lujosa del Titanic (1997). ¿Quién se pudo olvidar del abandono de Maja desnuda que mostró recostada en un sillón, mientras a Di Caprio le temblaban las manos para dibujarla?
Kate Winslet parece una madre y una mujer deseante y una chica que coge de verdad, todo a la vez, en un cóctel explosivo. Con la misma ternura con que le acarició la cabeza a Di Caprio en Titanic, desarmado de calentura como un adolescente, como si le estuviera diciendo “No tengas miedo, no te vas a morir si cogés conmigo” (pero se murió), le generó también una mezcla rara de deseo y exasperación a un duro como Harvey Keitel en Humo sagrado (1999). Primero le pintó los labios, le puso un vestido rojo, le dijo “Estás adorable” y lo llevó a la cama; más tarde se le paró enfrente y se levantó la pollera para enseñarle cómo chupar una concha: “No no no, besá, todo alrededor, gentilmente”. Con ese mismo algo de diosa de la fertilidad y mantis religiosa, le mostró el sexo a un adolescente rendido en The reader (2008) o se desquitó con Patrick Wilson en Little children (2006), donde era una madre y esposa aburrida a la que la vida en el suburbio no la satisfacía para nada.
Tiene mucho deseo encima, y es eso lo que trae en el equipaje -junto con una máquina de coser, punzante y fálica- cuando metida en la piel de Tilly Dunnage se baja del tren en Dungatar, el pueblito de Australia donde transcurre la extraña ficción de El poder de la moda (The dressmaker, 2015), de la también australiana Jocelyn Moorehouse. Podría ser un figurín de Dior en esos trajes de la década del 50 que le envuelven el cuerpo y se lo aprietan puntualmente para hacer puro pecho, cintura, cadera sinuosa, pero es casi una exiliada a la que alguna vez forzaron a abandonar el pueblo, acusada de matar a un nene cuando era muy chica, y que ahora vuelve para que se sepa la verdad y si es preciso, vengarse.
Es atractivo el contraste que El poder de la moda propone entre el pueblo polvoriento en el que solo parecen existir distintos tonos de marrón, y los colores rabiosos de las telas que trae Tilly Dunnage, así como también entre los códigos represivos del pueblo -donde las más oprimidas son las mujeres por sus esposos y hasta el policía local oculta su preferencia por los hombres aunque se muera de ganas de cambiar el uniforme por un vestido- y la energía casi masculina de Winslet, además de una sensualidad toda visible, que desborda el escote de sus vestidos. Esa energía la va a poner, primero, en recuperar cierta relación con una madre ya ida (Judy Davis), y luego en desenterrar secretos que un vecino más poderoso quiso mantener tapados. En el medio está el galán Teddy McSwiney (Liam Hemsworth), y unas cuantas mujeres del pueblo a las que las artes de Tilly le cambiarán la vida. No tanto por los vestidos que les hace, como parece indicar el título de una película que es, hay que decirlo, muy despareja, sino porque lo que trae Kate a ese pueblito medio muerto es el sexo, el que sabe lo que quiere y se levanta para buscarlo antes que esperar lánguidamente que lo asistan. No le cuesta nada, lo lleva con ella desde el principio.