Costumbrismo y crueldad definen este deslucido filme australiano con dos actrices excepcionales que van de aquí para allá sin dirección alguna en esta tropelía revestida de comedia cuyo tema, más que la superación de un trauma, es el oscuro placer de la venganza. ¿De qué reír? ¿Cuáles son los materiales humorísticos? El humor que se predica de la crueldad funciona si está desprovisto de moralismo. No es el caso. Salvo un buen chiste en boca de una de sus notables intérpretes, Judy Davies, el resto, más que cómico, es penosamente ridículo. A un caricaturesco pueblo llamado Dungatar regresa de París una costurera con cierto éxito en sus espaldas y con bastante ganas de revancha contra quienes la echaron hace unas décadas. Tal vez Myrtle, en su niñez, mató a un compañero. Ella no lo recuerda, su madre tampoco, la historia oficial lo confirma y solamente algunos saben bien qué sucedió entre esos dos niños. La diseñadora de moda necesita esclarecer la sustancia del sentimiento de culpa que la aqueja y desmentir la presunta maldición que determina su vida. El verdadero motivo de esta vuelta a los orígenes se entenderá en el mismísimo final. A su vez, este regreso al hogar es el reencuentro con su madre, que vive en estado de abandono. En El poder de la moda pasa de todo porque en el guión está escrito que así debe ser. Hay varias revelaciones (eróticas, filiales y jurídicas), un amor fugaz, un par de resarcimientos no exentos de violencia, dos muertes canallas y los números graciosos propios del costumbrismo para alivianar el pesimismo hueco que permea cada fotograma. Al barroquismo del relato lo acompañan la ampulosidad de los encuadres y la reconstrucción de un pueblo en 1951. No menos recargados resultan los flashbacks en ralentí coloreados siempre con un tono gris trágico en los que la protagonista repasa su vida. El regreso a la dirección tras años de ausencia de Jocelyn Moorhouse (Amores que nunca se olvidan) pasará sin escalas al olvido; apenas podremos recordar la honestidad física de los rostros de las actrices que no han sucumbido al arte del estiramiento y a la concomitante negación del paso del tiempo.