Sobreviviendo Luego de su presentación en el marco de la Competencia Argentina del reciente Festival de Mar del Plata se estrena este documental que -a partir de un largo testimonio- reconstruye la historia de una mujer montevideana que trata de recuperarse de la muerte de su beba, mientras vive en una precaria casa ubicada en el aislado balneario uruguayo. Golpeada, curtida por la tragedia, sobreviviente de una existencia llena de dolor y de excesos que la dejó muy cerca de la locura, trata de encontrar cierta paz y sanación con la soledad invernal de ese balneario hippie como fondo, con la ayuda de una terapia psicológica y del misticismo y la espiritualidad de las enseñanzas del gurú Maharashi. La historia de vida alcanza cierta intensidad, pero más allá de la crudeza, el resto del film (los personajes secundarios que interactúan con la protagonista, el contexto inhóspito del lugar) es bastante limitado en sus alcances. N. de la R.: Me enteré de este estreno porque me lo comentó un colega y escuché un spot radial. Nadie se comunicó con nosotros para anunciarnos la noticia. A veces, parecería que algunos directores y productores "esconden" sus películas. Por suerte, la había visto en el Festival de Mar del Plata.
El Polonio es un documental que se adentra en la vida de los habitantes de Cabo Polonio, un pueblo costero de Uruguay que suele recibir turistas por la belleza de su paisaje natural, pero durante el resto del año es un lugar áspero y solitario...
Al otro lado del paraíso La solitaria vida en Cabo Polonio en invierno. El Polonio empieza con un plano, silencioso, del rostro de una mujer, que parece luchar interiormente contra la cámara. En su mirada, en sus gestos, en su forma nerviosa de fumar, incluso en sus rasgos, notamos una angustia añeja. Tiene motivos. Pero la película no busca indagar en ellos ni desarrollarlos, sino mostrar a Natalia, en su hábitat/refugio, que en la idealización turística es mero edén: Cabo Polonio. “Estuve unas vacaciones, con mi pareja, y me quedé, sola -cuenta-. Pero mis problemas se instalaron conmigo. Nadie se viene a vivir acá porque sí, o porque le gusta el lugar. Polonio es precioso, pero generalmente hay algo más. Este lugar es como un nosocomio; los pobladores somos como pacientes”. Curiosa forma de describir un paraíso, como si fuera La montaña mágica , de Thomas Mann. ¿Por qué usa Natalia la palabra “nosocomio”? Tal vez por su aversión a los hospitales, desde la muerte de su pequeña hija: el sinónimo como módico atenuante. En adelante, la cámara seguirá la vida cotidiana de ella, en esa costa hermosa y salvaje: su vínculo con pobladores -son apenas sesenta- que cargan con otros fantasmas. La extrema belleza natural se intercala con retazos de historias dramáticas, mitigadas por la distancia y el análisis relajado que permite. Natalia sigue yendo a terapia, tomando pastillas, escuchando a Maharashi y sintiendo una tristeza que se contrapone -sólo en parte- con un sitio apacible y duro. Una ballena muerta, al definitivo vaivén de la rompiente, da cuenta de esta amarga belleza. Los únicos paraísos posibles, lo sabemos, son los paraísos perdidos.
"Más que pobladores, somos pacientes", dice Natalia Martínez, en torno de cuya figura se organiza el breve relato de El Polonio. En ese balneario natural uruguayo procurado en el verano por el turismo menos convencional pero apenas habitado en invierno por unas pocas decenas de seres que eligen vivir en contacto con la naturaleza y buscan en la soledad de las desérticas dunas algún alivio espiritual, ella se esfuerza por superar antiguos dolores y avanzar hacia el encuentro de alguna paz interior. El cabo Polonio, con su imponente soledad, con la inmensidad de sus arenales junto al mar, sobre los cuales la luz dibuja paisajes infinitos y cambiantes y con su silencio apenas interrumpido por las voces de la naturaleza, invita a la espiritualidad. Las exigencias de la vida cotidiana -muchas, si se tiene en cuenta que no hay allí luz ni gas ni agua corriente y que el precario hogar apenas la protege del viento y el frío- ocupan buena parte de su tiempo. Además, están la compañía de los perros, el mate indispensable, la ocasional visita de los vecinos con los que intercambia confidencias ("todos están aquí por algo", dice), y la voz de la radio que le acerca la palabra de algún gurú oriental y también un poco de música. Todavía necesita la contención de una psicóloga, a la que visita en Montevideo, quizá con menos frecuencia de la que debería porque el regreso a la ciudad le trae los más tristes recuerdos del pasado. Pero sabe que va por buen camino. Lo mejor que tiene este pequeño retrato de un personaje que como otros ha encontrado en ese rincón de la costa uruguaya su lugar en el mundo es, por un lado, su sinceridad y su sencillez, y por otro, la sensibilidad de los realizadores Rosenfeld y Garisto y del responsable de la fotografía, Federico Luaces, tanto para atrapar la belleza del paisaje como para acercarse a Natalia y a los demás con la discreción suficiente como para que la mirada conserve su respetuosa calidez sin interferir en la naturalidad. El film intervino en la competencia del reciente Festival de Mar del Plata.
En la soledad del invierno oriental El Polonio (2011), film que compitió recientemente dentro de la Competencia Argentina del 26 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, ofrece desde una puesta en escena minimalista una mirada introspectiva del mítico paraje veraniego uruguayo durante la desértica temporada invernal. La ópera prima documental de Daiana Rosenfeld y Anibal Garisto se centra en la historia de Natalia, una habitante del lugar por elección, que perdió a su hija a poco de haber nacido, y su lucha interior para salir de un pozo depresivo. Desde ese lugar, el binomio de realizadores va conectando la historia personal de la protagonista con la soledad de un lugar desértico que difiere en mucho a lo que uno puede llegar a conocer de uno de los sitios turísticos uruguayos más conocidos del mundo, habitado en temporada alta por ocasionales visitantes en busca del relax. El Polonio es un film observacional de superaciones personales. Natalia, el personaje conductor de la trama, está en una lucha de búsqueda permanente de respuestas a su dolor pero a la vez de ganas para salir adelante. En la soledad del mar encontró su lugar en el mundo. Entre arenas, la fría agua marina, la lluvia invernal, sus familiares más cercanos, y los perros –protagonistas esenciales de la historia-, los directores enfrentan la contemplación de Naty con su visión del lugar para lograr un retrato desolador pero con un futuro esperanzador. La tragedia personal se va exonerando a medida que los minutos transcurren para obtener sobre el final el propio perdón, muchas veces negado por uno mismo, que conduce a la resignación de entender lo inevitable. Todo eso ubicado en un espacio físico y en una temporalidad que funciona como la metáfora perfecta. Mientras en Cabo Polonio el verano candente destella alegría y euforia, el invierno desolado no puede ofrecernos otra cosa que la desértica soledad de una playa vacía, una triste historia de pérdidas y locuras, pero con la esperanza de que todo cambiará en el verano ardiente que algún día llegará.
Semblanza de una mujer sola El título de la película se refiere a Cabo Polonio, la playa uruguaya, a la que muchos de los que la han visitado consideran un lugar único, que parece haberlos conectado con algo tan inexplicable, que les resulta difícil transmitir. Algo de eso debe haber, porque la protagonista de este documental, de nombre Natalia, vivió en Montevideo, según dice, se separó de su marido, con el que tuvo una hija, que murió a los pocos años. A partir de ese momento esa playa uruguaya se convirtió en su lugar de contención. Cabo Polonio se muestra en invierno, cuando el turismo ha mermado y solo unos pocos pobladores coinciden en esa playa, solitaria en algunos aspectos, pero que a la vez acerca a los pocos que allí viven y les permite compartir sus alegrías, sus dolores, sus deseos. LOS HIPPIES Por lo que decidieron mostrar los cineastas Daiana Rosenfeld y Aníbal Garisto, el clima tiene algo de la estética del hippismo, eso se observa en la ropa, en la precariedad de las casas, en el escuchar a un gurú y sus consejos de vida, en los músicos que se admiran. A pesar de la aridez que exhibe Cabo Polonio, lugar en el que no hay luz eléctrica, ni agua potable, todos los que allí habitan, o a los que se los muestra en el documental, parecen haber encontrado el lugar ideal para sus vidas. Lo valioso de este trabajo de Rosenfeld y Garisto es haber mostrado un "recorte" de una realidad, en la que varias personas pudieron encontrar una razón a sus vidas y sentirse, aparentemente cómodos y felices, con muy pocas cosas materiales.
Un personaje interesante Este documental de Daiana Rosenfeld y Aníbal Garisto se vio recientemente en la Competencia Argentina del último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. El Polonio es un trabajo que tiene como centro a una protagonista con problemas psicológicos y a una ciudad, Cabo Polonio, muy especial. El film comienza con su protagonista mirando a cámara, fumando, volviendo a mirar, contando por qué está ahí. Aunque ni ella ni muchos de los pobladores saben bien el por qué. Los realizadores avanzan sobre la protagonista, quien se encuentra con otras personas y en ese intercambio descubrimos su historia: ahí sabemos que su hija, Trinidad, murió, que ella estuvo internada y que tiene tratamiento psicológico. También detalles sobre la relación con su padre y qué piensa de su tratamiento su actual pareja, momento intenso y que resulta lo mejor del film. Uno de los aciertos de El Polonio es saber capturar la belleza de un lugar muy particular: la estructura del lugar, los paisajes, la esencia de los lugareños de Cabo Polonio dan un brillo especial y elevan la realización. Sin embargo, esto se agota en determinado momento y lo que queda es apenas un personaje interesante, pero que no puede sostener la historia que los documentalistas plantean.
Amanece. Una mujer remolonea en la cama acompañada por sus dos perros, en medio de una habitación desordenada y fría. Por unos segundos me asalta la impresión de estar en un espacio levemente inclinado, como si el personaje se estuviera despertando dentro de un barco encallado en un médano. Tal vez sea un efecto deliberado de la cámara, o quizás sea solo mi propio deseo de romantizar un poquito la historia de Nati en Cabo Polonio, imaginándola como una aventurera que ha transformado en hogar algún buque abandonado hace siglos. Pero se trata simplemente de una casita sobre la playa, un desvalido refugio sin luz ni gas ni agua corriente. Allí Nati cada mañana desayuna su dosis de tabaco, pastillas y Coca-cola. Allí, cree ella, será capaz algún día de encontrar su tierra firme. Pero a pesar de la esperanza enunciada, nunca se disipa en el film la certeza de la pendiente, el siempre acechante desequilibrio. ¿Es que acaso existe en un equivalente al “nivel del mar” en nuestra psiquis? Herida por la tragedia, la montevideana Natalia Martínez narra su experiencia vital en este pueblo de la costa uruguaya que cada verano recibe a unos tres mil turistas, si bien sus habitantes no son más de sesenta, de los cuales muchos podrían entrar en la categoría de “pacientes”, en palabras de la protagonista. A lo largo de un año, los realizadores argentinos Daiana Rosenfeld y Aníbal Garisto se dedicaron a capturar fragmentos de la rutina de la joven y de otros residentes del lugar, trabajo cristalizado en este documental que combina ciertos códigos clásicos (el testimonio a cámara inicial) con otros más próximos al ensayo antropológico y contemplativo. Es la clase de proyecto que depende mucho del abanico de apuntes recogidos, y en este caso esos apuntes no resultan lo suficientemente llamativos u organizados como para sostener la ambición de la película. Más allá del innegable atractivo geográfico, el film no termina de decidir el camino a seguir, ya que por momentos parece un diario íntimo del personaje principal, y en otros pretende ser un fresco del pueblo entero, un doble abordaje que podría funcionar muy bien si el relato supiera cómo amalgamarlo. La película, sin embargo, no profundiza en la comunidad ni en su funcionamiento y se limita a mostrar unas pocas personalidades pintorescas, convirtiendo el bienestar psicológico en una cuestión meramente individual y voluntarista. Como señalaba al principio, una vez que advertimos la situación concreta de Nati se nos diluye el barniz romántico y no se recupera más. Pero el film tira de esa cuerda (hasta forzarla, incluso): quiere extraer cierta belleza bohemia allí donde no hay otra cosa que una llana precariedad. Quiere que veamos a estos sujetos como aguerridos “freaks” que un día supuestamente optaron por una forma de vida alternativa, y ahí es cuando nos sentimos incómodos, porque nos preguntarnos cuántas de estas personas tuvieron realmente la posibilidad de elegir. El Polonio produce sensaciones enredadas que podrían resumirse en la escena de la ballena varada que aparece hacia el final: podemos quedarnos con el costado fascinante de esa imagen extraordinaria, casi surrealista, que nos recuerda el cierre de La dolce vita, o podemos detenernos unos segundos más para comprobar que estamos a un ser indefenso fuera de su hábitat, solo y totalmente desesperado.
El faro del fin del mundo El Polonio podría ser un documental si no fuera porque sus directores parecen más interesados en lograr algo parecido a un ensayo sobre la locura y la angustia. Natalia, después de haber perdido a su beba de tres meses y separarse de su pareja, se muda de Montevideo a Cabo Polonio y la película la sigue a ella y a unos pocos personajes secundarios durante su vida cotidiana durante el cese de temporada. La desolación del lugar solo es comparable a la fiereza de los vientos y el frío que azota a sus habitantes, aunque algunos (como Natalia) se autodenominen como “pacientes”. Ese clima inhóspito, sin las bondades de los servicios más básicos (entre otras cosas, falta luz eléctrica), es una suerte de espacio terapéutico en el que las personas libran una batalla constante contra sus fantasmas. Algo de la aridez de esa tierra les sirve de consuelo o los ayuda a curtirse, a prepararse para encarar mejor los dolores de su existencia. Aunque a diferencia de las historias de personajes ermitaños, esta vez el alejarse de la civilización ya no alcanza para mitigar el sufrimiento: Natalia recorre una enorme distancia para llegar a su sesión de terapia semanal al tiempo que toma psicofármacos y escucha asiduamente unas grabaciones del gurú Marahashi. Para los pobladores de Cabo Polonio, encontrar un poco de paz y calma es una misión titánica en la que todos los medios son válidos: medicina, autoayuda, remedios, sentir los golpes de la naturaleza más cruda; todo vale con tal de escaparle al recuerdo del pasado y la ansiedad de estar vivo. No cualquiera vive en Cabo Polonio, y los que eligen mudarse allí, cuenta Natalia, son seres quebrados, partidos por el dolor y que anhelan desesperadamente algo de sosiego. No debe extrañar, entonces, la presencia constante de los perros y la atención que la gente les dedica: los personajes parecen ver en los animales una suerte de fuga de sus miserias, como si el hacer chistes o señalar el comportamiento juguetón de los perros los hiciera olvidarse momentáneamente de sus propias penas. Sin embargo, la película nunca es complaciente con ellos; al contrario, los directores siempre respetan su decisión de vivir en ese lugar y no operan desde la puesta en escena ninguna clase de comentario enaltecedor. El Polonio se limita a observar a sus personajes sin intervenir en sus rutinas ni comentar sus acciones, salvo para acentuar la desolación y dureza del paisaje que pueblan. El faro que alumbra un mar desierto y nocturno parece ser el motivo visual que mejor caracteriza el lugar: erguido en medio de la tempestad, solitario, repite ciegamente una señal disparada hacia ninguna parte.