El porvenir, de la directora francesa Mia Hansen Love, es una película sobre una mujer. Pero la primera vez que vemos a esa mujer es como parte de un grupo, más específicamente de una familia, y una familia tipo para ser todavía más precisa: en un ferry que está llegando a una playa de Bretaña, los cuatro miran hacia esa costa antigua en la que van a visitar la tumba de Chateaubriand. Esas imágenes están ahí, al comienzo de El porvenir, y funcionan a modo de prólogo que distorsiona el tiempo, porque en realidad lo que va a contar la película es lo nuevo que le pasa a la madre y esposa de esa familia muchos años después, cuando ya no forme parte de ese núcleo de cuatro. Y en ese sentido lo que podría parecer como un pasado idílico que se perdió funciona apenas como un episodio en una vida que se abre, se transforma y sigue.
Esa mujer, además, es un personaje interpretado por Isabelle Huppert, y en ella Mia Hansen Love cuenta con su recurso más potente, porque ninguna película protagonizada por Isabelle Huppert es siquiera imaginable sin la presencia formidable de esa actriz, que parecería guardar en su cuerpo un repertorio de versiones infinitas de la palabra “fuerza”. Casi al mismo tiempo que El porvenir vio la luz Elle, de Paul Verhoeven, otra película impresionante donde Huppert encarna a una empresaria que sufre un intento de violación y se dedica a preparar, lenta y calculadora, una venganza.
Nathalie Chazeaux, la profesara de filosofía que protagoniza El porvenir, no podría ser más distinta y difícilmente podría encajar en esa noción de “mujer fuerte” que ahora nos gusta celebrar y muchas veces no es otra cosa que una heroína inventada por un hombre o calcada sobre un modelo masculino, pero también es una caja de sorpresas: cuando el marido le anuncia que tiene una relación con otra mujer, y así realiza el corte que va a dar lugar a ese tiempo de incertidumbres del que trata la película, Nathalie le contesta irritada, “¿Y no te podías guardar el secreto?”.
Pero él se quiere ir a vivir con otra y la separación no tarda en concretarse. No es que se rompa alguna idea idílica de familia o pareja ni que Nathalie se enfrente en adelante con algún tipo de”nido vacío” frente al alejamiento del marido y los hijos ya adultos (ese modelo que pone a la etapa del núcleo familiar en el centro de la vida de una mujer y hace del resto pura decadencia, supervivencia esforzada o en todo caso, vacío que llenar). Por el contrario, Nathalie tiene una profesión que la apasiona y convicciones fuertes para encarar el reordenamiento de su vida, y son muchas las cosas con las que no está dispuesta a negociar: cuando el ex le ofrece seguir pasando las vacaciones en la casa de su familia como lo hizo en los últimos años ella se niega rotundamente, y lo mismo hace cuando la editorial que le publica una colección de libros de filosofía le expone la necesidad de aggiornarse, cambiar el diseño y volverlo más atractivo para las nuevas generaciones. Nathalie es una mujer de más de 50 y sabe que vive en un mundo donde las mujeres a esa edad parecen volverse descartables, pero también sabe que esa es una información que le viene de afuera más que una creencia propia.
Mia Hansen Love -que antes se ocupó de otro tiempo puntual como es el de las fiestas de la juventud en Eden (2014) o de los amores de adolescencia en Primer amor (2011)- hace de Nathalie, de esta mujer de más de 50, un personaje memorable al que acompañar y observar, contradictoria, plena de matices, parecida a una bruja cuando anda de acá para allá llevando en una canasta al gato negro que le heredó su madre (una gata que se llama elocuentemente Pandora y que parece condensar esa cualidad tormentosa y explosiva de esta mujer y de este momento de su vida) y sorprendente cuando parece celebrar el hecho de que al fin quedó en libertad porque la abandonó el marido, los hijos se fueron de casa, se murió la madre, y poco después se deshace en llanto por el mismo motivo.