Elogio de una mujer optimista
Isabelle Huppert, de nuevo estupenda en este filme sobre una mujer cuya crisis la lleva a un descubrimiento.
Siempre hay un riesgo cuando se empieza a ver una película que protagonice Isabelle Huppert. Y es que la actriz nos tiene (bien)acostumbrados con sus interpretaciones, e impulsa a sospechar que con su primera mirada díscola, su personaje será independiente, que se va a jugar por lo que quiere, será autosuficiente, fuerte, siempre seductor.
Pero Nathalie está en el asiento del acompañante del conductor, por la ruta. Con la cara volcada hacia la ventanilla para que no se la vea, llora. No solloza, no gime, no emite un solo sonido.
Nathalie es una intelectual, profesora de filosofía en un liceo francés acosado por las huelgas de estudiantes a los que les preocupa la jubilación de los maestros. A ella, no. “La revolución no es mi meta”, les dice a sus alumnos. Siempre con un libro en la mano, o un ejemplar de Le Monde o de Libe(ration) bajo el brazo, Nathalie entiende la vida a partir de la reflexión. Y siempre tiene una cita acorde a mano.
El porvenir, de Mia Hansen-Love, es un filme sobre el universo femenino, por más que haya dos personajes masculinos rondando a la protagonista, e influyan con vehemencia, quiera o no quiera Nathalie. Uno es Heinz, su marido, que la engañó. “¿Para qué me lo contás?”, le dice sentada en el sillón de su departamento en el que los volúmenes de los libros son más que una decoración. Ella sí sabe dónde está cada ejemplar y cada autor. El otro es Fabien, un ex alumno, hoy anarquista y bohemio y obviamente más joven. Nathalie, sería fácil presumir, se sentirá libre de abordar una nueva historia con Fabien (Roman Kolinka, nieto de Jean-Louis Trintignant y que ya estuvo en Edén y protagonizará Maya, nuevo habitué en los filmes de Mia Hansen-Love).
Y aquí volvemos al comienzo: con Huppert en pantalla, tantas veces zafada sexual y moralmente incorrecta, la idea cruza, pero no se instala.
Es que Huppert ha comenzado a elegir los papeles que a esta altura de su vida (a sus 64 frescos años) le sientan mejor. Sin descreer de sus pasados roles, ahora son más delicados, lo que no quiere decir débiles o frágiles.
Al fin y al cabo, puede decir, casi de la nada, “A las mujeres después de los 40 les puede pasar esta basura”, al hablar del engaño. O “Pensé que te amaría por siempre. Soy una perfecta idiota”. Pero también sabe que “soy intelectualmente satisfecha. Mi vida no terminó”.
El porvenir tiene varias capas. Una transcurre, avanza a nivel filosófico, con discusiones sobre las verdades en el arte, si son o no establecidas en el tiempo, como si el tiempo les diera la razón. ¿O es que el tiempo no puede equivocarse? Y allí -como todo tiene que ver con todo- entronca con el horizonte sentimental. Con que los pensamientos y las acciones sean compatibles.
El problema es que en la vida privada, la íntima, la que no convive con sus alumnos, ni con Rousseau ni con la editorial que no quiere publicar más sus ensayos, tal vez no sea tan simple, sino singular y ciertamente más laberíntica.
Por algo la primera escena, antes de que sepamos nada de Nathalie y Heinz, tiene lugar ante la tumba de Chateaubriand, el fundador de la literatura romántica francesa. Allí, frente al mar, su lugar predilecto, sólo puede llegarse de a pie, cuando baja la marea. Nathalie y Heinz están por partir, y él, poco demostrativo, le dice que va a quedarse un poco más. Ella sigue su camino. No lo abraza, no lo acaricia ni lo acompaña. De compartir la vida, el corazón, algún que otro ideal, una comida y un buen libro, de eso trataría El porvenir.