En sus 122 minutos, la película intenta no dejar aspecto de la vida de Rodrigo Bueno sin tocar. Sus comienzos, su etapa melódica, la pérdida de su padre, la protección de su madre, su giro a lo tropical, cómo conoció a la madre de su hijo, los excesos, la fama, la serie de recitales en el Luna Park y el vuelco en la autopista que terminó con el mito.
Si alguien es aficionado a los números, los minutos que se pueden dedicar a cada uno de estos eventos -y hay varios que no fueron mencionados- son pocos. En lugar de profundizar en un momento de su vida (como lo han hecho otras biografías como Steve Jobs de Aaron Sorkin, Toro Salvaje de Scorsese, y hasta Gilda de la misma directora Lorena Muñoz), el guión se volcó por la receta ortodoxa de la biopic y hace un fastfood narrativo que no logra generar climas, emociones ni empatía.
El actor principal es un milagro: se llama como el cantante, es de Córdoba, tiene un parecido que impacta en algunas tomas y además maneja muy bien, para ser su debut actoral, las escenas más dramáticas. Florencia Peña acompaña, aunque desaparece sobre la segunda mitad. Jimena Barón está desdibujada en lo que, según se explicó hace poco, es una fusión de varias amantes de Rodrigo.
La película va del frenesí cuartetero a la redención -que incluye una escena desconcertante con un caballo- en menos de una hora, y en el medio hay decenas de situaciones que nos dicen poco sobre el protagonista.
Cualquiera que haya visto por televisión a fines de los 90 lo que generaba Rodrigo, y lo público que era y lo expuesto que estaba, va a salir de la sala decepcionado. En su momento parecía que se sabía todo de él, y esta película no aporta demasiado, salvo algunos detalles antes presumidos sobre drogas y mujeres.