Aunque no llega a las alturas de Gilda: No me arrepiento de este amor (2016), El Potro: Lo mejor del amor confirma el talento de la coguionista y directora Lorena Muñoz para las biopics sobre artistas populares. La diferencia principal entre ambos acercamientos es que, mientras la primera película tenía el encanto y el magnetismo de Natalia Oreiro, esta segunda cuenta con una correcta caracterización a cargo de Rodrigo Romero, pero que no ofrece tantas facetas, matices ni la misma capacidad de seducción.
El guión de El Potro también resulta un poco más esquemático y menos sutil que el de su predecesora, aunque Muñoz vuelve a demostrar su ductilidad como narradora para desarrollar la típica estructura de ascenso, apogeo y derrumbe de un ídolo, su desenfreno personal, sus amores apasionados, sus conflictivas relaciones familiares y su desbordante creatividad musical y en escena. En este sentido, la película reconstruye y recrea la potencia arrolladora que Rodrigo Bueno -con su look y sus ínfulas de boxeador- tenía en cada una de sus actuaciones en vivo.
Sus inicios en Córdoba como cantante melódico, los tensos encuentros con su padre Eduardo Pichín Bueno (Daniel Aráoz), también ligado al negocio de la música, y con su sobreprotectora madre Beatriz Olave (Florencia Peña), su desembarco en el universo de la bailanta de Buenos Aires (clubes y programas de televisión) de la mano del manager José Luis Gozalo (Fernán Mirás), sus amistades peligrosas (como la del personaje que interpreta Diego Cremonesi) que lo llevaron por el lado de los excesos, su tormentoso matrimonio con Patricia Pacheco (Malena Sánchez), con quien tuvo un hijo, y los múltiples romances de esta máquina sexual, como el que mantuvo con Marixa Balli (Jimena Barón), son algunos de los aspectos que aborda de forma bastante clásica, cristalina y convincente este film biográfico sobre una estrella del cuarteto cordobés que llegó a llenar el Luna Park durante 13 noches consecutivas y se convirtió en mito popular al cumplir con la máxima de vivir rápido y morir joven.
Si las escenas más dramáticas y los pasajes más intimistas no alcanzan la profundidad ni la densidad psicológica de Gilda, El Potro -que vuelve a exponer la admiración de Muñoz por el cine de Leonardo Favio- ofrece un retrato menos complaciente sobre la figura del protagonista (lo que ha generado algunas quejas de sus familiares). Es cierto que hay una reivindicación general del cantante, pero también se muestran en toda su dimensión los aspectos más oscuros y autodestructivos, menos nobles de su personalidad. Esos contrastes y contradicciones que toda biopic necesita para atrapar al espectador.