De inevitable comparación con la espléndida Gilda, no me arrepiento de este amor, el filme de Lorena Muñoz dedicado al “Potro” Rodrigo Bueno se impone como variación, extensión y respuesta.
La cumbia, la diva femenina y el protagonismo de Natalia Oreiro se sustituyen en El Potro, lo mejor del amor por el cuarteto, el ídolo masculino y la interpretación del no actor Rodrigo Romero. Por lo demás, Muñoz se concentra de nuevo en ese umbral sensible y de distancia medida entre escenario y detrás de escena, frenetismo y contemplación, ascenso incontenible y tragedia súbita sobre ruedas.
Salvo por la secuencia de inicio arrojada al futuro en que Rodrigo ingresa como estrella consagrada al ring del Luna Park, El Potro reconstruye la vida del artista de manera lineal, sintética y fluida, más a ritmo de cuarteto de cuerdas que de cuartetazo, más próximo al barroquismo de cámara que al vértigo exacerbado de bailanta.
Daniel Aráoz y Florencia Peña componen a los padres que apoyan al hijo de melena tropical absorbido por la música, el primero desde la conciencia industrial y la segunda desde la incondicionalidad de madre. El viaje iniciático a Buenos Aires, en el que aparecen de manera premonitoria la ruta nocturna y el Luna Park, deriva en el contacto clave con el “Oso” (Fernán Mirás), representante fijo del cantante, y en el encuentro encendido con Marixa Balli (Jimena Barón), que inicia la tanda de amantes del “Potro”. El llanto solitario del músico junto al cadáver del padre y la visión epifánica de un caballo (en un primer plano extraordinario, que eleva el filme a un destello místico) cierran un primer arco que se repetirá dos veces, a la manera de una meseta espiralada.
Esos sucesos por venir aguardan la transformación en el Rodrigo extrovertido, de pelo corto y teñidos chillones (verde, rojo, azul) que ocurre ante espejos, reflejos y una perspectiva que acecha al cuartetero de cerca, muchas veces desde la espalda; la concepción de hits contundentes celebrados por una audiencia eminentemente femenina, en recitales que contagian la emoción del vivo (pasan Lo mejor del amor, Amor clasificado, Soy cordobés, Cómo olvidarla); una estela promiscua simultánea al romance trunco con Patricia Pacheco (Malena Sánchez), madre de su hijo; y la alternancia entre la arrogancia y la fragilidad, la calma de la existencia cotidiana sacudida por el llamado a la gloria.
El talento de Muñoz para captar el enigma de la creación de un mito de la música popular –desde la reanimación tardía de un cine pospopular– se mantiene, ya sea por la contundencia de los planos, la eficacia de las caracterizaciones, la soltura narrativa y la recreación sobria del contexto como por el abordaje sutil y cuidadoso, casi de fan comprometida, que nunca cae en la obviedad, la grandilocuencia o la redundancia.
Ahora bien, El Potro concentra sus proezas en las partes, pero carece del in crescendo y carisma total de Gilda, un filme misterioso acaso por su figura atravesada por el fuego y la inocencia, además de la performance virtuosa, de holograma encarnado de Oreiro. Tal abordaje moral se asume pudoroso y esquemático en un personaje como Rodrigo, que parece situarse a una cercanía inalcanzable de la cámara, inescrutable en su relación con las drogas o las mujeres.
Ese hermetismo lleva a que la historia se focalice en el corazón roto de Patricia, que sufre las infidelidades de su expareja entrevistas en chispazos explícitos, o que recurra al curioso personaje secundario de Diego Cremonesi, que le regala al “Potro” pequeñas dosis de drogas en varias oportunidades, para sugerir el comportamiento transgresor del cantante.
El esmerado rol de Romero como Rodrigo resigna naturalidad en pos de semejanza, mimetismo un tanto rígido que se traslada al acento cordobés, que sin desentonar se escucha lavado, de estudio. Su aporte, teniendo en cuenta la ausencia de experiencia previa, es un hallazgo. El resto de los actores acompaña y justifica un sólido trabajo de casting, pero no hay interpretaciones sobresalientes. En buena medida, El Potro se limita a presentar a sus criaturas verídicas y a exponer las instancias decisivas del biografiado en una sucesión que, al momento del accidente fatal (evocado con parco sensacionalismo), no dibuja un destino.
Dicho esto, El Potro es un valiente pariente de Gilda, una muy digna semblanza de Rodrigo y una confirmación de la capacidad autoral de Muñoz, que ahora se arrincona entre el tríptico y el volantazo. Resulta inusual en tiempos de diseño y volatilidad una película así de blanca, plástica y elegante que transmita la emoción genuina del ascenso artístico en juego afectivo con el espectador.
La combinación única de azar, ilusión y realidad que hace a una estrella pop (entre el santo y el póster de habitación) es, en definitiva, la energía que alimenta al cine.