La Argentina es un país donde la excepción es la costumbre. Somos gente de próceres, de seres únicos con, por lo general, finales trágicos. Sucedió con muchos, sucedió con Gilda y sucedió con Rodrigo, El Potro, ambos transformados en seres de cine por Lorena Muñoz. La comparación con su película anterior sobre la maestra jardinera de clase media casi suburbana que llegó casi a santa es necesaria. Aquella era una película amable, que morigeraba muchos de los puntos oscuros del personaje y su entorno; El Potro, en cambio, decide hacerles frente, aunque es clara la intención hagiográfica y, también -siempre pasa con estos personajes por lo que su excepcionalidad representa- épica en cierto modo. Eso lo vuelve un film menos “redondo” y más áspero, pero también mucho más interesante. Hay un tema que aparece y que quizás requería otro desarrollo: la vocación artística versus el éxito comercial. Y luego: qué implica, qué es el éxito y qué relación tiene con el poder. Muñoz toca la cuerda de lo íntimo, también, para intentar la respuesta a la pregunta, pero en cierto modo tal respuesta se escapa: el éxito de Rodrigo es fruto de cierta sintonía inexpresable con el público, la “autenticidad”. Bien actuada y producida, deja -inadvertidamente, por cierto: la película intenta respuestas simples y claras- varias preguntas respecto del personaje, y eso es lo mejor de un film cuya banda de sonido logra, por cómo está producida, que el espectador se interese por un género al que quizás no escucharía nunca.