La esperada biografía cinematográfica de Rodrigo Bueno, el Potro, abre con una escena de boxeo. El artista acercándose al ring del Luna Park, tirando piñas al aire con las manos enguantadas. Acaso un guiño a Gatica, a Favio, quizá una imagen que sintetiza la idea de lucha y gloria, el combo que parece marcar la historia de Rodrigo según Lorena Muñoz. La directora de Gilda. No me arrepiento de este amor, presenta una película casi gemela sobre el otro ídolo de la canción popular, aplicando la misma receta de la clásica biopic musical, inicio, ascenso y caída, y siguiendo la misma estructura de aquel film hasta un final hermano, como similares fueron las muertes de ambos. Terreno seguro, entonces, antes que exploraciones y riesgos. Hay un principio interesante, con el joven dando sus primeros pasos en Buenos Aires (joven aunque no tanto, barbudo, pelilargo y fumador, como para necesitar la sobreprotección de sus padres. Quizá otro actor, adolescente, hubiera funcionado mejor). Una primera parte que suma atractivo con el aporte de Daniel Aráoz como padre, presencia y personaje de peso.
Luego, en su crónica del auge, que alterna escenas de show algo repetitivas y previsibles con las de intimidad, El Potro parece tener problemas para terminar de arrancar y crecer. No es culpa del protagonista, el debutante Rodrigo Romero, de extroardinario parecido con el artista, sino de un film que parece anularlo como personaje, del que nunca terminamos de saber qué le pasa, por qué sufre como sufre mientras hace sufrir a su mujer. Como en Gilda, Muñoz entrega un film biográfico pensado para agradar al gran público y no espantar a nadie, otra versión Disney, aunque esta vez menos, de la movida de la música popular, cuarteto o cumbia, en la que la noche y el reviente se justifica para absolver al ídolo: la droga está, pero el consumo no se ve en ningún plano, porque el protagonista es básicamente bueno, y su inocencia corrompida por las malas influencias, en el cuerpo de una especie de dealer diabólico, que aparece siempre antes de un show importante para echarlo a perder. Si el sexo no tuviera un lugar importante en la película, el edulcoramiento sería demasiado empalagoso.
Tampoco aprovecha el film el potencial interesante de la movida cuartetera de Córdoba, que se menciona, pero no se transmite ni se muestra. Y algo parecido sucede con el arte de Rodrigo mismo, sin ofender a sus fans: a diferencia de Gilda, y su apabullante catarata de hits que sabemos todos, a El Potro le cuesta convencernos -se dice, pero otra vez no basta- de que estamos ante un gran artista compositor de grandes canciones. Está claro lo mucho que Gilda se benefició del factor Natalia Oreiro, de la entrega y el carisma de una actriz para quien esa interpretación era un proyecto propio largamente acariciado. Una pasión que, junto a Muñoz, lograron transmitir en un film que, con los mismos "maquillajes" del universo del que se ocupaba, llegaba a emocionar y a involucrar al espectador con la incomodidad, el dolor, los temores de su protagonista. El Potro, que no es un documental sino una película inspirada en la vida de Rodrigo, como se ha cansado de decir su directora, amén del disgusto de algunos familiares con el resultado, ejecuta su receta correctamente, en lo técnico y lo narrativo. Pero de ninguna manera llega a conmover como lo mejor del amor.