RODRIGO, EL POTRO
Más allá del look boxístico elegido por el cantante Rodrigo Bueno para sus recitales, de la mitificación del Luna Park como escenario de ídolos populares, del apodo animal y de los vaivenes de una carrera que avanzó sobre múltiples caídas, la relación principal con el box que construye la directora Lorena Muñoz en El Potro: lo mejor del amor tiene como fundamento más evidente la necesidad de pegarse a otra biografía nacional, la Gatica, el Mono dirigida por Leonardo Favio, y además desarrollar lazos comunicantes con aquella película. Pero ahí donde Favio lograba, a partir de un romanticismo extremo, hacer del cuerpo del deportista una pantalla donde proyectar odios de clase afincados en la memoria del argentino medio y trazar un recorrido por la historia del país, especialmente en su relación con el peronismo, Muñoz no puede ni empezar el boceto de una metáfora. El esfuerzo de la directora es evidente, tanto en el prólogo como en el epílogo, pero nunca hace de ese Rodrigo ficcional un personaje interesante. Y mucho menos, uno que soporte sobre su espalda la carga dramática y trágica que se le pretende dar.
El Potro: lo mejor del amor es en su mayor parte un biopic vulgar, uno que acumula datos históricos y los ilustra más o menos profesionalmente. La película va desde la juventud del protagonista en Córdoba (un Rodrigo Romero de presencia discreta), cuando cantaba baladas melosas en bares para pocas personas, hasta su consagración nacional y su trágica muerte. En el medio, lo que hay es un melodrama en el que se van explorando los vínculos del artista con su padre (Daniel Araoz), su madre (Florencia Peña), sus mujeres (Jimena Barón, Malena Sánchez) y muy especialmente su manager (Fernán Mirás), tal vez lo más genuino y emotivo que el film logre construir en sus repetitivas dos horas. La tragedia del personaje es obvia: sus adicciones, su incapacidad para serle fiel a alguna de las mujeres que tenía al lado, su espíritu autodestructivo. Lo que no es obvio, es que una directora habitualmente sólida como Muñoz construya algunos de los momentos más ridículo del mainstream nacional reciente: hay escenas de un feísmo absoluto, como ciertas borracheras que sufren un par de personajes, y otros momentos que llevan a la risa involuntaria como un Rodrigo con look Cristo luego de la muerte de su padre (hasta hay un Angel que lleva al ídolo por el “mal camino”, así de explícito es todo).
Las idas y vueltas con el cine de Favio son constantes, en los ruleros de Rodrigo que emulan a los de Monzón en Soñar, soñar, en la ilustración del tema Soy cordobés con un montaje paralelo que recuerda a Gatica, el Mono, y otra vez Gatica… en el uso de la música y en unos fundidos que pretenden épica. En realidad, todo es pretensión en El Potro: lo mejor del amor: porque Muñoz quiere hacer de su Rodrigo un antihéroe bien trágico, una suerte de Cristo cuartetero, pero nada de eso le sale y la película parece pedir a gritos cierta filiación cinéfila para justificar sus antojadizas decisiones de puesta en escena. Hacia el final y cuando llega la tragedia, Muñoz quiere que nos emocionemos con la muerte del ídolo, que desde la estampita cristiana scorsesiana nos interpela con el consabido “cuando no esté me van a llorar”. Sin embargo es tan poco lo que el film permite conocer del artista, que uno no sólo se pregunta qué es lo que hay que recordar, sino por qué demonios se hizo esta película.
Es evidente que Muñoz tiene la capacidad para construir un cine que resuma códigos populares y la vez haga que el público masivo se pueda identificar con él; por este motivo es aún más incomprensible lo que sucedió con esta película. La pregunta que nadie en esta producción parece hacerse es: ¿por qué contar a Rodrigo? ¿Cuán importante fue Rodrigo dentro del mercado del cuarteto? ¿Cómo logra un artista del interior llegar a Capital Federal y hacerse masivo? ¿Por qué su figura fue clave dentro de ese proceso de fin de siglo pasado que relacionó diversos estratos sociales a través de ritmos populares? Sinceramente luego de atravesar las dos horas de películas nos resulta imposible entender la importancia de Rodrigo para la cultura popular de las últimas décadas. Personalmente he bromeado con la idea de que en El Potro: lo mejor del amor no aparece aquella canción picaresca en la que Rodrigo decía tener “el muñeco alicaído”. Sin embargo, y más allá de la chanza, para mostrar la complejidad del artista era más interesante ver cómo alguien pasaba de cantar esa canción para fiestas de casamiento bochornosas a algo más complejo como su repertorio posterior. Esas rispideces en la vida de todo artista que sin dudas son más interesantes que las intrigas de alcoba o su relación con las drogas. No digo que todas estas preguntas deberían haber estado en la película (cada director tiene el derecho de hacer la película que quiera), pero algunas de ellas se arriesgan a interpretar al personaje mucho más que el melodrama con dejos de culebrón que termina siendo y de la apología del sacrificio. Y mucho menos se entiende cómo un personaje que sustentó mucho de su éxito en el carisma, luce tan apático y desangelado más allá de que se quiera dejar en claro que era un tipo con luces y sombras.