La luz al final del túnel
Escribir sobre una película tan singular y apremiante como El Pozo –opera prima del joven realizador Rodolfo Carnevale, con un guión basado en su propia experiencia familiar por tener un hermanito, Guillermo, que padece de autismo- se hace en extremo difícil. Por un lado, el desconocimiento general del síndrome de autismo, y por otro, la descarnada visión que nos presenta Carnevale en un admirable tour de force, digno de encomio por su valentía y honestidad, tornan casi imposible la tarea de separar las aguas.
Es decir, estamos juzgando (“comentando” sería mucho más justo y apropiado) una pieza cinematográfica por sus cualidades intrínsecas como propuesta estética y narrativa, pero el valor temático, de incuestionable peso y dureza, nos enfrenta a la disyuntiva de tratar de analizar separadamente ambos enfoques. Es lógico que así sea, porque Carnevale, desde un guión que le demandara años de ardua tarea profesional y un viaje emotivo desde su infancia hasta el presente, se hace cargo de hablar por aquellos que, de otra manera, no tendrían manera de expresar lo que produce, tanto en el paciente como en su entorno familiar directo, un síndrome complejo como el autismo, no siempre de temprana detección, muchas veces mal diagnosticado y erróneamente tratado.
El más que apropiado título, El Pozo, sumerge al espectador, desde las primeras imágenes, en un universo que, de tan insospechado y poco divulgado, se vuelve incomprensible: la protagonista, Pilar, autista y con un grado de discapacidad cognitiva, sufre un episodio del mal que la aqueja. Pilar, la figura creada por Carnevale como única salida para enfrentar la imposibilidad de escribir, de modo alusivo directo, sobre su propio hermanito, se retuerce físicamente y su rostro se distorsiona en una mueca irreconocible.
A medida que nos internamos en su historia, en su padecimiento y en el de toda su familia, llegamos a atisbar, tal vez a vislumbrar, que convivir con un paciente con síndrome de autismo puede, y de hecho lo hace, trastornar a los espíritus más bondadosos y ecuánimes.
El entorno familiar de Pilar es el típico hogar de clase media: un buen pasar con un padre con un buen empleo, una casa bien puesta y confortable, y los medios económicos necesarios como para asegurarle a la enferma los cuidados médicos y personales necesarios. Pilar (nombre no elegido al azar, seguramente) tiene el afecto y la contención de sus familiares: sus padres, Franco (Eduardo Blanco) y Estela (Patricia Palmer), y su hermanito menor, Alejo (Túpac Larriera. Lo que Carnevale nos muestra, sin apelar a golpes bajos ni facilismos, es el gradual derrumbe, la caída en el abismo, si se quiere, de una familia que, llegado el momento de elegir, de tomar una decisión vital, debe pasar por una serie de crisis que testean su capacidad de resistencia, y también su gran capacidad de amar.
En su desarrollo narrativo, El Pozo atraviesa espacios y situaciones inevitables: aceptación casi obligada, reacomodamiento ante la llegada de un hermanito para Pilar, los problemas que se suscitan en el chico, Alejo, a medida que va creciendo y comprende que su hermana es diferente, y el resquebrajamiento de la pareja ante sus divergentes posturas sobre la solución más adecuada y justa para todos.
Se trata, en gran medida, por la seriedad del caso, de la disquisición entre institucionalización o no institucionalización del paciente, decisión que determinará el presente y el futuro de toda la familia. En el proceso de deconstrucción y rearmado de su historia familiar y de su propia vida, el director y coguionista Carnevale arremete, casi sin tropiezos, contra los obstáculos que surgen, inevitablemente, al lidiar de frente con una lacerante historia y con el modo más lúcido y efectivo de contarla.
El resultado es encomiable, tanto por la labor de los protagonistas, en especial la madre (Palmer), el verdadero pilar y soporte de todo el entramado. Tal como sucede en la realidad (y no es simple conjetura, sino observación), en una familia es casi siempre la mujer la poseedora de mayor fuerza, de obstinación, casi, para sostener un peso que doblegaría a los espíritus más fuertes. En este Pozo narrado por Carnevale, la actriz Patricia Palmer se lleva los mayores lauros por su conmovedor retrato de una madre en constante tensión entre el amor por su hija y los tironeos simultáneos de un padre y marido, y otro hijo que también reclama, y necesita, tanto sostén como todos.
En el exigente papel de Pilar, la actriz Ana Fontán parece haber hallado todos los matices necesarios para conmover sin apelar a estereotipos, y lo mismo puede decirse de Ezequiel Rodríguez, quien interpreta a un muchacho, de la misma edad que Pilar, autista él también. En el papel de Alejo, el hermanito menor de Pilar, Túpac Larriera se muestra convincente y provoca identificación y empatía, tanto en los momentos más dolorosos (cuando expresa, ante un grabador, que desearía no ser el hermano de Pilar), como en las instancias en que la vida ofrece un respiro a tanto dolor y sufrimiento.
Con un buen manejo de tiempos y emociones, El Pozo cumple, ampliamente, con la meta que se propone: concientizar, conmover, y enseñarnos a no ser indiferentes.
En suma: una película abrumadora, contundente, necesaria.