El cine como equilibrismo
No sé (dudo que alguien lo sepa) qué es el cine o qué debería ser. Estoy seguro, sí, que no hay una especificidad del cine como la entendían y la buscaban los teóricos y directores de la década del 20 en adelante: una pureza que no debe contaminarse con influencias provenientes de otros lenguajes. Desde siempre, las “invasiones” más frecuentes que sufrió el cine vinieron de la literatura y el teatro (las de la pintura fueron menos y más felices, y las de la televisión y el videoclip llegaron mucho después; del videojuego recién ahora se están teniendo noticias), pero hoy es difícil hablar mal de una película argumentando ese tipo de cruces, justo en una época cuyo signo distintivo es la amalgama incesante de estilos, géneros, lenguajes, etc. En todo caso, hay cineastas que aprovechan bien o mal las influencias de otros medios expresivos, pero ya no se puede recurrir a un axioma del tipo “es teatro filmado” para pegarle a una película. El precio de la codicia tiene todo para caer rápidamente bajo el peso de ese rótulo: abuso del primer plano, omnipresencia de los diálogos, espacios reducidos y repetidos; la película del director y guionista J.C. Chandor da cuenta constantemente de un peso teatral que inunda las imágenes. Sin embargo, El precio de la codicia es cine, y bueno. Es mejor cine, por ejemplo, que El artista o que La invención de Hugo, que creen que por hablar de la historia del medio y por apropiarse sin mucha responsabilidad de una batería de elementos formales, automáticamente se garantiza el estatuto cinematográfico del producto. Chandor hace bien lo que Scorsese y Hazanavicius hacen mal: crea personajes robustos, con virtudes y falencias, capaces de chocar entre sí y generar chispas, de hacer surgir la tensión solo a partir de un intercambio de pocas palabras. Con eso alcanza; todo lo demás (el conflicto moral, el contexto real, la denuncia) es suplementario, puede sumar o restar según la ocasión, pero siempre como reajuste de un núcleo duro que son los protagonistas y la trama.
En ese sentido, el problema también nace de esa apuesta, porque la película confía tanto en sus criaturas, en lo que tienen para hacer y comentar, que muchas veces las magnifica de manera innecesaria. Así, los diálogos cortos y sugerentes, de un timing notable, conviven con frases impostadas que necesitan señalar su propia importancia. Lo mismo pasa con las imágenes: mientras que algunos planos logran transmitir el clima enrarecido del edificio vacío y a oscuras (o del amanecer y de los breves momentos a solas que tienen los personajes para sí mismos), otros funcionan solo como subrayado de un gesto o como modo de acentuar una frase. El precio de la codicia oscila entre esas dos tendencias, y no es casual que algunas de las escenas que mejor se resuelven estén filmadas con pocos planos y diálogos. Cuando Jared Cohen (Simon Baker) se afeita en el baño creyendo estar solo, de una de las puertas emerge un quebrado Seth Bregman que, de la nada y sin ningún vínculo que los una, empieza a contarle a su superior cuánto valora su propio trabajo; Cohen apenas lo mira de reojo y no le contesta. La escena se construye principalmente sobre el plano único que enmarca a Cohen como un gigante y a Bregman cada vez más pequeño (esos tamaños se condicen con su estado actual, tanto laboral como anímico), pero también se apoya en los silencios que reverberan como única respuesta a cada queja del chico que se sabe despedido de antemano.
Otro mérito de la película es servirse a medias de un hecho real. A medias porque El precio de la codicia remite con precisión a la crisis financiera estadounidense de 2008, pero lo hace casi sin dar nombres, como si el conflicto de carácter local ganara en universalidad evitando hacer referencia a firmas, empresarios o políticos (sobre el final se mencionan una o dos empresas financieras, y nada más). Chandor se las arregla para sostener la particularidad de la crisis imprimiendo una generalidad anclada en una atmósfera de tragedia que ayuda a que su película trascienda el contexto económico americano. Pero así como se logra establecer un balance entre lo local y lo universal, El precio de la codicia teme que sus espectadores no entiendan mucha de las cuestiones que se tratan, y entonces recurre a un didactismo ramplón. Se percibe cuando los personajes declaran a viva voz que no comprenden algo para que el otro se lo explique todo de nuevo o de una forma más sencilla. El ejemplo más grosero es el del CEO encarnado por Jeremy Irons, que proclama más de una vez que no conoce nada del tema e invita a la mesa de analistas a que le expliquen todo como si fuera un chico.
Si El precio de la codicia es una película de equilibrios sutiles que fracasa cuando se produce un desbalanceo, no es raro que lo más interesante de los personajes sea que prácticamente todos están pintados con un gris que encuentra su punto justo en la medianía, bien lejos de los extremos. En el guión de Chandor no hay buenos y malos, santos ni pecadores, sino hombres (y una mujer que se mueve entre ellos como si fuera uno más) con pasiones, gustos, opiniones formadas, pasados, obsesiones. Aunque un poco repetitiva, la fijación que tiene Bregman con el sueldo de los otros es un rasgo interesantísimo que define al personaje de manera rápida e eficaz. Lo mismo ocurre en el momento en que Eric Dale (Stanley Tucci) le cuenta a Will Emerson (Paul Bettany) sobre su carrera de ingeniero: el relato no solo ilumina al personaje con una luz completamente nueva, también constituye uno de las reflexiones más lúcidas de la película sobre la dicotomía producción-finanzas. Pero Dale, el ingeniero que construía puentes y le permitía a la gente ahorrar tiempo de su vida en viajes, no está libre de culpas porque trabajó durante años para la empresa que ahora lo echó. Algo parecido puede decirse de todos los personajes pero especialmente de Will Emerson, el cínico con ideales que cree que las cosas pueden cambiar, al menos hasta cierto punto y siempre que él pueda mantener su puesto. En esa escala de personajes construidos a base de tonos medios, los extremos son los más torpes: el inocente e impoluto Peter Sullivan (Zachary Quinto) y el irresponsable y manipulador John Tuld (Jeremy Irons) representan algo así como alegorías morales, los polos abstractos entre los que gravita el resto de los personajes reales, de carne y hueso.
Vale la pena ver en El precio de la codicia ese mecanismo a veces milimétrico que decide el destino de los diálogos y las escenas: el error más pequeño resulta en una solemnidad molesta, pero cuando la máquina funciona, es fácil zambullirse en la constelación enorme de afinidades y duelos que despliegan los personajes, y en el estoicismo que se agazapa detrás de las decisiones que se toman y de las reacciones que se disparan ante una tragedia inminente de proporciones (para ellos, que están en el ojo de la tormenta) inimaginables.