Hace alrededor de un quinquenio se estrenaba en Argentina, a contramano de cualquier tipo de escrúpulo, un muy buen documental de origen francés, dirigido por el británico Peter Chapell, titulado “Nuestros amigos de la banca” (1997). Se trataba de un representativo documental, de tan solo hora y media, que nos revela determinadas reuniones en los que los representantes del poder económico deciden la supervivencia o la defunción de un sinnúmero de vidas. Con una orientación que parece buscar una mirada objetiva, pero poseedora de una cadencia digna de un film de suspenso. El director cuenta las pujas que existieron entre el gobierno de Uganda, necesitado de capital para ejecutar sus planes públicos, un Banco Mundial, que precisa situar préstamos, y un Fondo Monetario Internacional que estipula imponer un mandato financiero internacional sin importar los costos.
Diez años antes Oliver Stone nos entregaba una ficción de pujas de poder y corrupción en el centro económico del mundo capitalista, “Wall Street” (1987), nominado a varios premios Oscar, pero sólo recibiría Michael Douglas el correspondiente a mejor actor.
Esta, tal vez larga introducción al posible análisis del filme que nos convoca, es necesaria por el sólo hecho de querer comparar y mostrar antecedentes, ya que lo más importante de este filme, que marca el debut detrás de cámara de J.C. Chandor, es la historia que se desarrolla momentos antes de la debacle económica ocurrida en 2008.
A diferencia de las anteriormente mencionadas, “El precio de la codicia” transcurre durante 24 horas, y casi queda circunscripta a una locación, las oficinas de una gran empresa financiera.
En momentos que en dicha empresa se esta realizando un ajuste económico, y como siempre la variable de ajuste son sus empleados, Eric Dale (Stanley Tucci) es una de las primeras victimas, justo en medio de una investigación. Antes de retirarse de las oficinas le dice a uno de sus, hasta ese momento, subalterno, que continúe su trabajo, pero que tenga cuidado. Peter Sullivan (Zachary Quinto) fiel a su ex-jefe, lo hace. Descubre que algo anda muy mal en el sistema y pone sobre aviso a los jerarcas de la empresa.
El filme es un despliegue casi insolente de personajes sin ninguna moral y menos ética. Todo un catalogo de los verdaderos “Men in Black”, en la que sólo cobra importancia un par de aspectos, como el no estar dentro de los afectados por el sismo y, de ser posible, no perder dinero.
En relación a su estructura es extremadamente lineal, poseedora de un desarrollo progresivo clásico, con algunos elementos comunes al genero del suspenso. El guión, escrito por el mismo director, tiene como un muy buen atributo la construcción de cada uno de los protagonistas, muy reconocibles sobre todo como arquetipos. En segunda instancia, los diálogos cobran vital importancia, cortos, conciso, por momentos dramáticos, en otros manejando un humor que va del cinismo a la burla lisa y llana, no sólo ayudan a la constitución de los personajes, sino que terminan siendo lo más logrado de la producción.
Para que esto tenga un andamiaje fuerte es necesario contar con actores que hagan creíbles cada una de sus intervenciones. De todo este seleccionado se destacan los ya nombrados junto a Jeremy Irons, en la piel del siniestro John Tuld, dueño de la empresa, Kevin Spacey, como el gerente de la sucursal, y Demi Moore, como una desalmada arribista con ansias de poder femenino en un mundo mostrado como misógino.
Muy por debajo se encuentra la manufactura de los otros rubros. La música no da ni quita nada, sino existiera sería lo mismo; la fotografía es correcta desde lo técnico, pero no refleja ningún tipo de búsqueda estética que lo diferencie, lo mismo sucede con la compaginación.
Consecuentemente termina por ser un filme entretenido, en cuanto a que el tiempo no es letárgico, que intenta instalar cierto tipo de ideología progresista y posicionarse como denunciante justiciero, pero que al no lógralo se torna ambivalente.