Pulcritud formal y ambigüedad conceptual
Cada vez está más extendida la confusión acerca de qué es –o qué debería ser– una producción “independiente” en los Estados Unidos. Seleccionada en competencia oficial en la Berlinale del año pasado y ganadora del premio a la mejor ópera prima de los Independent Spirit Awards –que se entregan supuestamente en oposición al Oscar–, El precio de la codicia está adornada con un elenco puramente made in Hollywood: Kevin Spacey, Demi Moore, Paul Bettany, Stanley Tucci, Jeremy Irons y Zachary Quinto, el nuevo Spock de Viaje a las estrellas. Y no sólo su reparto mira en esa dirección: también su ética y su estética. ¿Qué queda aquí del auténtico espíritu indie? ¿El cine de los hermanos Safdie o de Kelly Reichardt, por citar apenas un par de ejemplos, ya no será “independiente” sino que habrá pasado a ser directamente marginal?
El director debutante J. C. Chandor, además autor del guión, tiene la eficiencia del sólido artesano formado en la televisión, pero también todas sus limitaciones. Se diría que la pulcritud formal de la película es equivalente a su ambigüedad conceptual. Un poco a la manera de los viejos “boardroom dramas” de la primera generación de la televisión, El precio... trabaja con una fuerte unidad de tiempo y espacio. En menos de 24 horas, un grupo de gerentes y accionistas de una importante firma de inversiones con sede en Manhattan debe decidir no sólo qué hacer con sus valores en la Bolsa, sino hasta qué punto esas decisiones pueden afectar al común de la gente, ésa que camina inocentemente treinta pisos debajo de la torre donde se juegan los destinos de cientos de miles de trabajos e hipotecas.
El tema se inspira en la crisis financiera de Wall Street de 2008, que terminó sacudiendo a casi todo el mundo, pero la película de Chandor no aspira a dar cuenta de las consecuencias de ese fenómeno, sino apenas de las dudas y conflictos de conciencia de ese grupo de CEOs enfundados en sus trajes a medida y apartados del mundo exterior por gruesas paredes de cristal. Que esos conflictos no sean muy profundos ni duraderos sino apenas la oportunidad, en algún caso (como el personaje de Kevin Spacey), de una modesta expiación de pecados, parece un cinismo más del director, quien afirmó: “Mi padre trabajó para la consultora Merrill Lynch por casi cuarenta años”. A confesión de parte, relevo de pruebas...