Dentro de la burbuja
En los ochenta tuvimos Wall Street, cuando Oliver Stone tenía alguna que otra cosa interesante para decir sobre el mundo. Ya en el nuevo milenio, el talento del cineasta estaba evidentemente agotado y por eso la secuela era una completa tontería, sin nada para decir, excepto que siempre es bueno que la familia permanezca unida. Ahora aparece El precio de la codicia (traducción boba para el título original, Margin call, cuya traslación podría ser “Margen de riesgo”), que aborda de manera ficcional el comienzo de la crisis económica del 2008, con una firma financiera en la que uno de los empleados descubre que los números se están yendo al demonio, con lo que se inicia una maniobra de ventas que es puro humo, haciendo estallar todo el sistema por el aire y, obviamente perjudicando a los peces más pequeños y fortaleciendo a los más grandes.
Desde el principio de la trama, con una sucesión de despidos masivos, donde sólo terminan quedando el 20 % de los empleados, el film exhibe un mérito: no redundar en explicaciones. Los distintos personajes utilizan términos económicos y matemáticos, pero no se detienen a esclarecer exactamente lo que están afirmando, algo que abunda demasiado últimamente en el cine hollywoodense, incluso en películas supuestamente “inteligentes” como El origen. Por eso la narración avanza sin prisa pero sin pausa y mantiene atento al espectador.
Lo que se va desprendiendo claramente de El precio de la codicia es que los protagonistas y los hechos son creíbles cuanto menos abundan los diálogos. Un buen ejemplo es el personaje de Kevin Spacey, que arranca como un cínico y manipulador total, para terminar siendo alguien más consciente de ese cinismo y manipulación que lo constituye. Cuanto menos habla y más acciona a través del cuerpo, más se le cree su reacomodamiento. En cambio, cuando habla y se explica, es difícil creerle.
A pesar de sus filosos diálogos -recitados por un ejército de peso pesados, como Jeremy Irons, Stanley Tucci, Demi Moore y Paul Bettany-, El precio de la codicia propone algo nuevo desde el silencio, cuando contempla las oficinas vacías o a los protagonistas esperando la hecatombe, mientras meditan sobre las terribles consecuencias de sus acciones como algo en abstracto. Porque, al fin y al cabo, de eso se trató siempre Wall Street: tipos que trabajan en torres de cristal, que funcionan como burbujas que los aíslan del mundo real y tangible, que piensan en términos macroeconómicos, pero jamás a niveles sociales o incluso microeconómicos.
Sin el vuelo formal y narrativo de Red social, aunque con el mismo espíritu para reflejar ciertos comportamientos propios del capitalismo más salvaje, El precio de la codicia evoca con mesura un espacio off, correspondiente a la crisis, a punto de hacerse visible. La calma antes de la tormenta.