El thriller judicial inspirado en hechos reales goza de buena salud y prueba de ellos es este film basado en el caso de unos granjeros afectados por derrames tóxicos de una planta de la multinacional Dupont. Con algo del espíritu de Erin Brockovich, una mujer audaz, esta película muestra al director de Velvet Goldmine, Lejos del Paraíso, I'm Not There y Carol alejado de sus búsquedas autorales, pero como un eficaz y contundente narrador dentro de este género.
Hace pocos días se estrenó en la Argentina Buscando justicia (Just Mercy); ahora es el turno de El precio de la verdad (Dark Waters), otra reconstrucción de un caso legal que tuvo importantes resonancias. Es que el thriller judicial basado en historias reales es un subgénero siempre seductor para los estudios, los directores y las estrellas de Hollywood.
En la línea de Erin Brockovich, una mujer audaz, de Steven Soderbergh, El precio de la verdad –cuyo guion está basado en una nota publicada en 2016 por New York Times Magazine titulada The Lawyer Who Became Dupont’s Worst Nightmare– tiene como eje la problemática ecológica y se sustenta en el siempre atractivo enfrentamiento entre ciudadanos comunes y poderosas corporaciones. En esta oportunidad, las víctimas son unos simples granjeros del pueblo de Parkesburg, en West Virginia, que sufren la contaminación de las aguas por los desechos tóxicos de una fábrica de productos con teflón perteneciente a la multinacional Dupont. El resultado es tan trágico como previsible: desde la masiva muerte de animales hasta el cáncer.
Lejos de su veta más autoral (aunque con alguna lejana conexión en su exposición de la paranoia con Safe), Todd Haynes se muestra aquí como un sólido narrador. Algunos podrán argumentar que es como tener a Messi en el equipo y ponerlo a jugar de defensor, pero lo cierto es que el realizador de Lejos del Paraíso y Carol se muestra seguro y convincente a la hora de exponer el largo y complejo entramado (la historia tiene su germen en la década de 1950 y se desarrolla luego a lo largo de varias décadas) con antihéroes en un principio incomprendidos, grandes estudios de abogados, abusos de las corporaciones y avatares del poder judicial.
Es Mark Ruffalo quien se carga la película al hombre con el personaje de Robert Bilott, un abogado que en 1998 acaba de incorporarse como socio a Taft Stettinius & Hollister, una de las firmas más prestigiosas del mundillo legal de Cincinnati, y -en vez de tomar casos rentables para clientes poderosos- se obsesiona cada vez más con el de los residuos tóxicos de la planta de Dupont, al punto de empezar a descuidar el resto de su prometedora carrera y hasta su vida familiar. Con un protagonista tan omnipresente, no alcanzan a lucirse del todo como podrían (y deberían) los personajes secundarios de Anne Hathaway (la esposa) y Tim Robbins (el jefe de Robert). En cambio, sí es conmovedor el de Wilbur Tennant (un irreconocible y notable Bill Camp) como el testarudo y tosco granjero que inicia la movida contra Dupont.
Las teclas emotivas que toca El precio de la verdad son las imaginables en tiempos de corrección política: seres anónimos, hombres comunes a-lo-David demostrando que se puede enfrentar a los Goliath de turno que tantas veces son amparados por un sistema injusto y en muchos casos corrupto. El tema aquí, por lo tanto, no es el qué (podrán imaginar o googlear el desenlace si es que aún no vieron el documental The Devil We Know) sino el cómo. Y, en ese sentido, Haynes y Ruffalo (más el siempre brillante aporte visual del fotógrafo Ed Lachman) nos acompañan durante el intrincado camino de este docudrama -lleno de obstáculos y sinsabores- con la promesa de llegar a un destino un poco más feliz. Será justicia.