"El precio de la verdad", lucha contra las corporaciones
Lejos de su estilo habitual, el realizador estadounidense hace de Mark Ruffalo el típico abogado-héroe enfrentado a una empresa que contamina sin escrúpulos.
Con películas como Safe, Velvet Goldmine, Lejos del paraíso, Carol o la serie Mildred Pierce, Todd Haynes se ganó el estatus de director de “películas de mujeres” hechas con un estilo inconfundible, con el que a partir de Lejos del paraíso reescribía el melodrama de los años 50, con una pluma delicadísima. Todo eso queda temporalmente de lado en una película como Aguas peligrosas, vehículo narrativo en el que se vuelve a contar la historia del hombre solo, o casi solo, yendo en contra de todo el sistema, y de sus propios y pequeños intereses personales. El sistema es representado aquí por la empresa DuPont, una de las más grandes del mundo en productos químicos, que a lo largo de casi medio siglo envenena las aguas de una región, y de la vida cotidiana de los seres del mundo entero. La historia es real y el resultado, efectivo ya que no original, desorientará a quienes se acerquen en busca de “una película de Todd Haynes”.
Todo comenzó, como en tantos otros casos, con una larga crónica de The New York Times, sobre un abogado que llevó a juicio a un gigante como DuPont. Lo curioso es que para ello el abogado tuvo que volverse contra quien le daba de comer, ya que Robert Bilott (Mark Ruffalo, uno de los productores de la película) trabaja para un superestudio jurídico, uno de cuyos clientes es justamente… DuPont. El asunto comienza el día en que un granjero de pocos modales, Wilbur Tennant (Bill Camp) irrumpe en el despacho, el mismo día en que el director ejecutivo comunica a los socios que ha decidido elevar a Bilott a la misma categoría que ellos ocupan. Al granjero se le murieron casi un centenar de vacas en el curso de los últimos años, y a otras se vio obligado a matarlas, ya que se pusieron inesperadamente agresivas. Sin saber que Bilott trabaja como abogado corporativo viene a pedir su ayuda, sabiendo que se especializa en temas químicos, ya que con muy buen criterio sospecha que su ganado ha sufrido un contagio de ese tipo, a través del agua que bebe a diario.
Bilott acepta investigar, por la sencilla razón de que el granjero es vecino de su propia abuela. Temiendo tal vez un contagio de su pariente cercana, el abogado toma el toro por las astas y se hace cargo del caso. De allí en más se inicia una odisea trágica, de la que no está ausente la enfermedad del propio granjero y su esposa. Como tampoco están ausentes todas las marcas de esta clase de películas sobre luchadores quijotescos en la sociedad estadounidense, desde la investigación a solas hasta el descubrimiento de horrores mayores aun que los originales, hasta las presentaciones en distintas instancias legales. Desde las amenazas más o menos veladas de los ejecutivos hasta las más concretas, en manos anónimas. Desde las dudas y afección del héroe hasta el cuestionamiento de su esposa (Anne Hathaway), alarmada por el enfrascamiento de su marido en el asunto, que lo lleva a alejarse de ella y sus hijos. Desde la aparente derrota hasta la posibilidad de una épica de último minuto, que compense un poco los disgustos, enfermos y muertos habidos en el curso del pleito.
Cambiando químicos por tabaco, se advertirá que El precio de la verdad no dista mucho de un clásico del rubro como El informante, sin dejar ni siquiera afuera la puntualización de que, en caso de haber una victoria, el responsable absoluto será el héroe, como si hubiera luchado solo. Más allá de sumergir la película entera en una ominosa bruma azulada, el realizador de Carol ha decidido no atribuirse ninguna otra intervención personal, sea estética o narrativa, de modo de permitir que el relato camine como si nadie lo estuviera contando. La ausencia incluye el inveterado interés de Haynes por los personajes femeninos, registrable en el papel casi inexplorado de la esposa de Bilott. Hecha esta aclaración, el relato fluye de modo efectivo y las actuaciones son tan compactas como era de desearse. Más allá de que el estilo del engordado Ruffalo, que no carece de gesticulaciones y afectaciones, pueda contar con sus fans, pero también sus posibles detractores.