Mantener la dignidad
El cine social francés quizá sea el mejor del mundo, o al menos puede decirse que a nivel mundial se encuentra –con sus diferencias, naturalmente– cabeza a cabeza con el rumano y el iraní. Cineastas como Laurent Cantet, Abdellatif Kechiche, Ursula Meier y Robert Guédiguian son sencillamente de los mejores realizadores en el registro, y han depurado un estilo muy particular –que de a ratos es también compartido con otros cineastas europeos, incluyendo a los ineluctables hermanos Dardenne–, sustentado en una naturalidad sobresaliente y un talento específico para las situaciones coloquiales y cotidianas. Es verdad que suelen presentar cuadros bastante alejados de los que vivimos en el Tercer Mundo (aquí tendríamos que agregarles un Iva de gravedad), pero de todos modos nos permiten reflexionar sobre problemas globales de los que no somos en absoluto ajenos.
En este registro, y otra vez en torno al universo laboral y los cambios acontecidos en los tiempos que corren –recordar El empleo del tiempo, Recursos humanos y La cuestión humana–, es que se presenta el cuadro en que un hombre de 51 años (brillante Vincent Lindon) lleva ya 20 meses de desempleo, luego de ser despedido de su trabajo como obrero especializado (es que salía más barato comprarle a los chinos). Ya está harto de hacer cursos inútiles o de ser rechazado en cuanto trabajo se presenta, y las entrevistas laborales son sólo una parte de las sucesivas humillaciones que le toca atravesar. Quitando el foco de los problemas concretos del hombre, esta es una película sobre el difícil equilibro que supone, para un individuo que necesita trabajar a toda costa, mantenerse en sus cabales. O mejor dicho, de la dificultad de conservar la dignidad cuando deben reducirse paulatinamente las expectativas respecto a la calidad de vida, cuando la persona debe desoír sus principios o su simple necesidad de ser considerada un ser humano. Al verlo continuamente en situaciones degradantes podemos contemplar hasta qué punto el mercado laboral puede convertir a un hombre en un individuo atomizado, egoísta y, lo que es peor, inescrupuloso. La conciencia de clase tiende a desaparecer cuando se impone la desesperación.
El director Stepháne Brizé, con ocho películas en su haber, ya merece ser visto como uno de los grandes. Simplemente ha filmado dos películas que en su momento fueron de lo mejor de sus respectivos años: Un affaire d’amour (2009) y Algunas horas de primavera (2012). Lo verdaderamente meritorio de Brizé parecería ser que sus películas colocan a la audiencia en situaciones que perfectamente pueden pasar como reales, que sirven como espejos en los que verse, y que al mismo tiempo pueden llevarle a evaluar causas, posibilidades, consecuencias, compartiendo las dificultades de los protagonistas en dar con una solución sencilla. Un cine que nos lleva a repensar nuestra vida y nuestro entorno, no es poca cosa.