Tiempo de descuento
El precio del mañana propone un mundo donde el tiempo es dinero. Lo bueno es que la edad de las personas se detiene a los 25 años y desde entonces pueden vivir enternamente iguales. Lo malo es que deben pagar con horas de vida cada cosa que consumen y sólo cuentan con un crédito de dos años adicionales.
La idea es tan buena que por sí misma parece contener el potencial suficiente como para generar una gran historia. Sin embargo, nunca se puede confiar del todo en los creativos de Hollywood, quienes poseen la retorcida facultad alquímica de convertir el barro en oro y el oro en barro.
El realizador Andrew Niccol es un especialista en esta clase de aventuras metafísicas. Pero El precio del mañana está lejos de sus hitos anteriores: Gattaca y del guión de El show de Truman. En este caso firma un producto que no consigue ser ni del todo entrenido ni del todo revolucionario.
Will Salas, un obrero con escaso crédito vital, recibe 100 años de un magnate que ya no soporta vivir. Esa herencia lo impulsa a salir del barrio proletario donde ha nacido y combatir contra el sistema de distribución del tiempo. El sistema, por cierto, parece un calco infantil del capitalismo actual, y Will se convierte en una especie de Robin Hood moderno. Como suele suceder cuando el cine norteamericano se pone el sombrero de pensar políticamente, no distingue rebeldía de rebelión.
Con todo su nuevo capital de tiempo disponible, Will va al centro financiero en busca de venganza. Conoce a su enemigo absoluto, que es el padre de la chica que se enamora de él, y se enfrenta al guardián del tiempo, un policía insobornable que lo persigue para reestablecer el orden.
La trama es la progresión de esos conflictos hasta sus últimas consecuencias dramáticas. Avanza siempre en el sentido más previsible. Hay algunas persecuciones, peleas, breves escenas románticas y varias charlas cuyo contenido podría sintetizarse en la famosa pregunta retórica de Brecht "¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?"
Si se dividiera El precio del mañana en tres grandes rubros, guión, interpretación e imagen, y hubiera que calificarlos como en un examen, el primero sería reprobado; el segundo aprobaría con lo justo, y el tercero merecería un sobresaliente. Lo mejor de El precio del mañana es la escenografía retrofuturista, con sus autos negros y plateados de la décadas de 1960 y 1970 y sus enormes edificios neoclásicos, que parecen sugerir que la belleza siempre es anacrónica y no está disponible para la revolución sino para la nostalgia.