Un planteo prometedor que no logra evitar la mediocridad y los lugares comunes
En un futuro bastante cercano, cada persona lleva "impreso" en su brazo un reloj holográfico en el que figura el tiempo que le queda de vida. Los más pobres tienen unos pocos días y, cuando salen de su jornada laboral en una fábrica, reciben una recarga de algunas horas más, como si se tratara del crédito de un teléfono celular. Los más ricos, en cambio, disponen de muchos años y pueden "dilapidar" décadas para adquirir productos de lujo o ingresar a zonas exclusivas. El tiempo es dinero, dice el popular dicho, y en esta película escrita y dirigida por Andrew Niccol (el mismo de Gattaca y coguionista de The Truman Show) esa sentencia es llevada al extremo.
La premisa es ingeniosa e inquietante (una suerte de impiadoso darwinismo temporal para evitar la superpoblación en el seno de una sociedad muy represiva) y Niccol la expone en los primeros minutos con un buen despliegue visual (contó con el gran director de fotografía Roger Deakins) y con Justin Timberlake (cada vez más seguro en pantalla luego de su promisorio secundario en Red Social) como el típico héroe de clase baja que enamora a una chica rica y aburrida (Amanda Seyfried).
Sin embargo, luego de ese inteligente planteo inicial, a Niccol y compañía, parece, les dio miedo de que algún ejecutivo de Hollywood pensara que desarrollarían un sesudo tratado filosófico sobre la condición humana y, así, a los pocos minutos prácticamente abandonan cualquier atisbo de reflexión sobre temas como la búsqueda de la inmortalidad y la permanente juventud, la codicia o la manipulación de las masas para transformar a El precio del mañana en un mediocre y previsible producto que atraviesa los tópicos básicos y cumple con todos lugares comunes de los subgéneros que podrían definirse como "carrera contra el tiempo" y "juego de gato y ratón". Demasiado poco para un film que tenía todas las posibilidades de ingresar en la historia grande de la ciencia ficción.