Juventud, divino tesoro capitalista
Tierra prometida para starlettes, políticos y vedettes contemporáneos, en el futuro la humanidad ha sido genéticamente programada para detener su envejecimiento a los 25 años. Todos lucen como de esa edad, algunos saben cuántos años deberían tener en realidad y muchos olvidaron cuándo los cumplen. La mala noticia es que, a partir del vigésimo quinto año, todo lo que queda por vivir son... doce meses. ¿Cómo se logra superar esa barrera? Acopiando años, horas o minutos en pago por determinados servicios o, lisa y llanamente, robándole al prójimo tiempo restante, mediante un aparatito que permite transferirlo de un cuerpo a otro. Como la justicia social escasea, hay inflación y los salarios están bajos. Claro que los resultados de esa política son ligeramente más despiadados que en el capitalismo salvaje tal como lo conocemos: llegar tarde al equivalente a un cajero automático, para cobrar una transferencia, puede representar la muerte instantánea (que sobreviene como un infarto) y lo mismo sucede si el café aumentó de precio y en la fábrica pospusieron el día de pago. El valor de cada uno está impreso en la muñeca, en forma de reloj digital y con el color del cuarzo: en esa impresión como de campo de concentración high-tech, cada minuto es un minuto menos.
En esa sociedad, las diferencias de clase se miden en zonas horarias y el peaje para pasar de una a otra aumenta sideralmente, en la medida en que uno se traslada del ghetto a la ciudad de los ricos. Ese es el viaje que hace un operario llamado Will Salas (Justin Timberlake, con pocas ocasiones para lucir su sonrisa de dandy), con intención de vengar la muerte de su madre (Olivia Wilde, tres años menor que Timberlake en realidad) y aprovechando que un aristócrata decadente, harto de tener como cien años por delante, decidió dárselos todos a él. Llegado a New Greenwich, Will dará con el que parece ser el dueño de todo (Vincent Kartheiser, repitiendo su look de la serie Mad Men). Señalando a la chica que lo acompaña (Amanda Seyfried, que tiene no sólo ojos grandes), el ultra ricachón reflexiona, con la dosis de perversidad que sólo él es capaz de destilar: “Son tiempos confusos... ¿Quién será ella? ¿Mi hermana, mi hija, mi mamá o mi esposa?”.
El resto es como la versión futurista de un thriller de persecución alla Hitchcock, con Will y la chica huyendo de la policía (guardianes del tiempo, se llaman aquí) y también de una suerte de patoteros mod que andan tras él, mientras intenta hacer algo de justicia en ese mundo cruel. Escrita y dirigida por el neozelandés Andrew Niccol (autor de The Truman Show, realizador de Gattaca y El señor de la guerra), durante más o menos media hora la premisa de El precio del mañana sostiene el interés. Hasta que se comprende que está basada en una operación tan simple y mecánica como la de sustituir dinero por tiempo. A partir de ese momento, la cosa tiende a tornarse algo redundante. Como además Niccol es un realizador más preocupado por la elegancia que por la tensión dramática, El precio del mañana se sigue con el interés parejo y distante de un sofisticado juego de video. Juego interesante, sí, pero nunca demasiado comprometedor.