Un film acerca del empleo del tiempo
El planteo inicial de esta nueva realización del director Andrew Nicoll es interesante, pero la metáfora del capitalismo salvaje se agota rápidamente y la película opta por un thriller convencional y futurista.
Hace apenas unos meses, el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), programó un puñado de películas bajo el título de Distopías, que reflexionaban sobre posibles sociedades futuras cuyo funcionamiento se basa en diversas formas de control. En la lista figuraban títulos que iban desde La jetée (Chris Marker), pasando por Soylent Green (Richard Fleischer) e Invasión (Hugo Santiago), hasta Fahrenheit 451 (François Truffaut) y, claro, en tanto aborda las mismas cuestiones, El precio del mañana bien podría haber formado parte del ciclo, salvo que está bastante alejada de la calidad del resto de aquellos relatos extraordinarios.
El film de Andrew Nicoll, que ya había incursionado con suerte diversa en futuros sombríos con Simone (2002) y Gattaca (1997), trata sobre una sociedad donde se acabaron las enfermedades y las personas detienen el proceso de envejecimiento a los 25 años. De ahí en más les queda un año de vida y cada cosa que consumen se paga con tiempo, es decir, segundos, minutos, horas o días, para adquirir desde una taza de café hasta un auto, mientras el contador que tienen implantado en el brazo va registrando las transacciones. Por supuesto, en este esquema hay miserables en una continua pelea por el tiempo y ricos que derrochan años enteros por un buen canapé de huevos de esturión. De ahí a la lucha de clases –que se plantea sólo al final– y la proliferación de viejos delincuentes con aspecto juvenil que le roban violentamente a los infelices la moneda de cambio en curso, hay un paso.
El planteo inicial es interesante, pero la metáfora del capitalismo salvaje se agota rápidamente y la película opta por un thriller convencional, con Justin Timberlake saltando el destino del guetto para procurarse otro futuro y se encuentra con una viejita eterna encarnado en el vigoroso cuerpecito de Amanda Seyfried, una ricachona hastiada de privilegios que decide jugar a ser Robin
Hood con el muchacho que no quería morir, mientras Cillian Murphy trata de impedírselos y hace de Cillian Murphy en el cine, es decir: personaje inquietante que nadie quiere tener de enemigo.
Escenografía retro como para acentuar el peligro inminente que podría esperarle a la humanidad, diálogos trascendentes completan el cuadro de una película despareja, donde es lícito especular que muchos espectadores pensarán que el relato daba para más y que el tiempo es oro.