Estimo que debí haber supuesto lo que sucedería con esta producción. Venía ilusionado con la idea pero, como suele suceden en Hollywood, algunas propuestas están bien planteadas y son interesantes en su discurso; aunque luego en su continuidad se vayan desdibujando, para culminar desteñidas a raíz de la participación de ser muchas manos en el plato las que han tomando decisiones con la cabeza puesta en la boletería y no en la obra.
Plantea una realidad alternativa con vistas a un futuro en el que la genética ha logrado detener el envejecimiento del ser humano a los 25 años. Luego a todos nos queda un año más de vida, de manera tal que lo más importante de nuestra existencia es el tiempo.
La gente ya no comercia con dinero, ni oro, ni petróleo. Todos tienen un reloj digital tatuado en el antebrazo que cuenta en forma regresiva el tiempo remanente de vida que le queda. Cuando este se acaba, viene el infarto y uno queda fulminado sin remedio, salvo que alguien le done parte de su tiempo, y sin que a nadie parezca importarle demasiado. El trabajo se cobra con tiempo (que se suma en el antebrazo), en tanto la comida, el colectivo, el subte y demás se deduce del que le va quedando a cada individuo Para ello existen aparatos lectores, tipo caja de supermercado. O sea, la vida transcurre contra reloj y la sociedad está dividida en los que tienen tiempo para vivir ciento de años (la clase alta), y los que apenas llegan al fin del día (la clase trabajadora). Por cierto, en esta narración la clase media no existe, pero sí grupos marginales que se dedican a robar tiempo, lo cual ya es una bajada de línea.
Asistimos, señores, a una versión sobre la muerte del capitalismo y de las ideologías en general.
Will Salas (Justin Timberlake) trabaja en una fábrica y vive con su madre. Una noche cualquiera un hombre de clase alta está en el bar del gueto gastando su tiempo delante de todos los parroquianos. Evidentemente busca problemas, y los ladrones no se hacen esperar. Will sale en su ayuda. Logran escapar y Will escucha al yuppie confesarle su deseo de no vivir más. Ambos beben, Will se emborracha y el extraño personaje se suicida, transfiriéndole previamente al protagonista las millones de horas de la que era portador.
Imagínese que para Will, con tanto tiempo disponible, quedarse donde vive resulta peligroso, por lo tanto resuelve ir escalando posiciones, superando barreras utilizando el tiempo heredado para cruzar fronteras, hasta incorporarse a la clase alta y comenzar a circular por ella.
“El precio del mañana” comete dos errores a partir de este momento narrativo: primero, redundar sobre la idea del tiempo sobre-explicando el concepto; y segundo, transforma el relato en un juego del gato y el ratón en lugar de profundizar la propuesta.
Como resultado termina por resultar una producción de acción, y como tal no aporta absolutamente nada nuevo al género, a no ser por una buena banda de sonido y una dirección de arte que transmite muy bien la atmósfera de frialdad e indiferencia en este mundo futuro que se quiere mostrar.
El elenco cumple, nada más. Es evidente la intención de tener a Timberlake como la única estrella, por eso el resto está sólo operan para apuntalarlo a él.
En definitiva, como discurso deja de funcionar a los 15 minutos, y como aventura es apenas una más del montón. Poco. Muy poco.